Juan cada día se convencía más de conocer al ego. Ese ego que le acompañaba y que formaba parte de él mismo. No sabía cómo tratarlo y cómo erradicarlo de sí mismo. Sus raíces eran profundas y sus pensamientos se habían desarrollado llenas de confianza en sus propuestas.
El ego campaba a sus anchas en todas las personas, en todos los amigos, en todos los compañeros de estudio. Muchas veces, al comparar sus conclusiones con la de sus personas allegadas, se creía apoyado en sus decisiones, pero ahora veía que no era del todo cierto.
También había descubierto que no podía enfadarse contra él mismo, ni criticarlo, ni hablar mal, ni maldecirlo. Esas acciones le daban fuerza y le hacían más fuerte a ese ego. Tampoco era el miedo el que debía dirigir sus fuerzas. Ni luchar contra él como si fuera alguien que le disputaba su ser.
Quería escuchar a Jesús para saber cómo ir creando su mentalidad y aceptarla como suya: “Todavía tienes muy poca confianza en mí, pero esta aumentará a medida que recurras más y más a mí – en vez de a tu ego – en busca de consejo”.
“Los resultados te irán convenciendo cada vez más de que esta es la única elección cuerda que puedes hacer. Nadie que aprenda por experiencia propia que cierta elección le brinda paz y alegría, mientras que otra le precipita al caos y al desastre tiene más necesidad de persuasión”.
“Es más eficaz aprender a base de recompensas que a base de dolor porque el dolor es una ilusión del ego y no puede producir más que un efecto temporal. Las recompensas de Dios, en cambio, se reconocen inmediatamente como eternas”.
“Puesto que este reconocimiento lo haces tú y no el ego, el reconocimiento establece que tú y el ego no podéis ser lo mismo. Tal vez creas que ya has aceptado esto, pero aún no estás convencido de ello en absoluto”.
“Prueba de ello es el hecho de que crees que debes escaparte del ego. Sin embargo, no puedes escaparte de él humillándolo, controlándolo o castigándolo”.
Juan no podía humillar a nadie, ni controlar, ni castigar. Esas acciones redoblaban la fuerza del ego tanto en él como en la persona que lo recibía. El reconocimiento era la respuesta esperada. Ante las decisiones tomadas, ese reconocimiento de paz y alegría le indicaba que iba por el camino adecuado.
Reconocer en el ser humano ese hálito de vida, ese hálito divino, ese hálito que lo elevaba por encima de las nubes y de los cielos era el respeto supremo que anidaba en nuestro corazón y en nuestra comprensión, para transmitirnos, los unos a los otros, esos retazos de corazón que hacían vibrar nuestros huesos.
La eternidad latía en nuestras venas y con su cercanía nos recordaban la altura maravillosa de la vida plena que toda alma sincera, en su corazón, aspiraba.
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