Enrique se quedaba sorprendido. Nunca se había planteado lo que aquel texto indicaba y explicaba: “El Cristo en ti no habita en un cuerpo. Sin embargo, está en ti. De ello se deduce, por lo tanto, que no estás dentro de un cuerpo. Lo que se encuentra dentro de ti, no puede estar afuera. Y es cierto que no puedes estar aparte de lo que constituye el centro mismo de tu vida”.
“Lo que te da vida no puede estar alojado en la muerte, de la misma manera en que tú tampoco puedes estarlo. Nadie que lleve a Cristo dentro de sí puede dejar de reconocerlo en ninguna parte. Excepto en cuerpos. Pero, mientras alguien crea estar en un cuerpo, Cristo no podrá estar donde él cree estar”.
El cuerpo no tiene necesidad de curación. Pero, la mente que cree ser un cuerpo, ciertamente está enferma”.
Enrique iba digiriendo esas ideas por primera vez. Nunca se había planteado que dentro de él no podían convivir la muerte y la vida. La muerte estaba en el cuerpo. La vida estaba en el Espíritu de Cristo que nos definía. Y ese Espíritu de Cristo tenía que estar en otra parte diferente al cuerpo.
La mente tenía una influencia sobre el cuerpo de forma clara y sin discusión. Y si esa mente de Cristo tomaba el mando, no se identificaba con el cuerpo y podía caminar y expresarse de otra manera. Pensamientos que circulaban por la mente de Enrique. Le hacía falta ir haciéndolos vida.
Su boca abierta, su sorpresa mayúscula, su visión nueva y distinta se movía en su interior. Aquello era tan nuevo que no acertaba a explicarlo. Sin embargo, tenía su coherencia. La vida y la muerte no podían convivir juntas. Rompía esos pensamientos de negatividad respecto a sí. El cuerpo tenía esa ley de “lo especial en él”.
Pero su Espíritu era grande y poderoso. Seguía la ley del amor. Su esencia le recordaba, que, a pesar de todo, era un ser querido en la mente del Padre Celestial.
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