Juan se daba cuenta del poder de la repetición de las ideas. Bastaba que se hablara mal de una persona para que nosotros perdiéramos la equidad, la imparcialidad y la oportunidad de conocerla por nosotros mismos. Las habladurías hacían su efecto. Nos hacían precavernos y poner sobre la otra persona esas ideas que habíamos escuchado.
La objetividad y la realidad se perdían. El pensamiento se imponía con toda su fuerza y su poder. Y, si teníamos ocasión de encontrarnos con esa persona, teníamos que vencer los obstáculos del pensamiento que había en nuestra mente. Así el pensamiento se imponía a la vida. No llegábamos a conocer a esa persona. El pensamiento ya tenía una idea. Con eso bastaba.
Juan tomaba conciencia de ese poder del pensamiento. Actuaba así en todas las personas. Por ello, comprendía a los rebeldes que se oponían a que se tachara a nadie sin objetividad. Una opinión extendida era una dificultad grande para conocer directamente a la persona. De ahí el dicho: “Crea buena fama y acuéstate a dormir”.
Cuando desde pequeño te han estado repitiendo que somos malos, somos pecadores, somos desgraciados, somos inútiles, somos ignorantes, la distorsión es tal que lo hemos aceptado. Y cualquier idea que vaya en sentido contrario, sentimos en nuestro interior, que estamos equivocados. Empezamos a ser consciente del poder del pensamiento.
“Despertar” es quitar esa idea del pensamiento y descubrir la realidad directamente, no por repetición de otras personas. La idea del pensamiento la catalogamos como real por nosotros, pero sabemos que no es de forma directa. Y “el despertar” es catalogarlas como real cuando la información es directa y personal.
Juan se planteaba a sí mismo que él había sido una persona relativamente aceptable. Una buena persona en expresión coloquial. No le había deseado la muerte a nadie como Pablo lo había hecho en su idea de persecución de los cristianos. Posiblemente había estado en algunos momentos confundido, pero con unos buenos razonamientos siempre había respondido bien.
Juan no se sentía pecador, culpable, malo, equivocado e inútil. Por tanto, su conocimiento personal deshacía lo que le habían repetido muchas veces en sus clases, en las charlas y en algunas reflexiones que había recibido. Descubría a un Padre Celestial amante que había depositado en él, como en todos los humanos, sus mejores dones eternos.
Con esa idea en mente, leía con interés aquellas líneas: “Elige, pues, lo que deseas ver: el cuerpo de tu hermano o su santidad; y lo que elijas será lo que contemplarás. Y serán muchas las ocasiones en las que tendrás que elegir, a lo largo de un tiempo que no parece tener fin, hasta que te decidas en favor de la verdad”.
“Pues la eternidad no se puede recuperar negando una vez más al Cristo en tu hermano. ¿Y dónde se encontraría tu salvación si él sólo fuese un cuerpo? ¿Dónde se encuentra tu paz sino en su santidad? ¿Y dónde está El Padre Celestial Mismo, sino en aquella parte de Sí que Él colocó para siempre en la santidad de tu hermano, a fin de que tú pudieras ver la verdad acerca de ti mismo, expuesta por fin en términos que puedes reconocer y comprender?”
Juan se quedaba sin palabras. Luchaba con su pensamiento, con sus ideas preconcebidas. Pero la claridad era meridiana. Si no era capaz de ver al Cristo en el hermano, era porque le daba fuerza a ese pensamiento que le habían dicho de que éramos malos. “Él colocó para siempre en la santidad de tu hermano, a fin de que tú pudieras ver la verdad acerca de ti mismo, expuesta por fin en términos que puedes reconocer y comprender”.
Juan estaba despertando. Si era capaz de ver en el hermano la santidad, la tenía dentro de sí. Por ello, le agradecía al Padre Celestial esa decisión: “a fin de que tu pudieras ver la verdad acerca de ti mismo, expuesta por fin en términos que puedes reconocer y comprender”. Juan cerraba sus ojos. El silencio caía y una transformación burbujeante en su comprensión hervía de claridad y maravilla.
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