Luis continuaba bajo esa conmoción que le había llegado a su intelecto, su pensamiento, “El Cristo en ti no habita en un cuerpo. Sin embargo, está en ti”. Esa doble constitución de cuerpo y parte espiritual se ponía de manifiesto. Habían sido detalles que le habían pasado por alto durante toda su vida. Ahora iba descubriendo esa parte espiritual no constituyente de su cuerpo.
Las relaciones entre las personas se ponían en evidencia en los cuerpos. Las posesiones que adquirían los cuerpos. El poder que lograban los cuerpos. Y los cuerpos se enfrentaban en una lucha más o menos civilizada, según los contextos.
Luis se preguntaba: ¿Cómo podrían enfrentarse las partes espirituales de las personas con la misma visión de fusión universal? ¿Cómo podrían crecer los nacionalismos? Una conclusión quedaba clara. Para poder erradicar a nuestros “enemigos” había que quitarles toda dignidad de mente. Se les debía ver solamente como cuerpos. Así ya se podían rechazar, matar, menospreciar y quedarse tan tranquilo. El cuerpo había logrado su objetivo.
“No puede ser difícil llevar a cabo la tarea que Cristo te encomendó, pues es Él quien la desempeña. Y a medida que la llevas a cabo, aprendes que el cuerpo sólo aparenta ser el medio para ejecutarla. Pues la Mente es Suya. Por lo tanto, tiene que ser tuya”.
“¿De qué otra manera podrías poner de manifiesto al Cristo en ti, sino contemplando la santidad y viéndolo a Él en ella? La percepción te dice que tú te pones de manifiesto en lo que ves. Si contemplas el cuerpo, creerás que es ahí donde te encuentras tú. Y todo cuerpo que veas te recordará a ti mismo: tu pecaminosidad, tu maldad, pero sobre todo tu muerte. En la santidad de tu hermano, el Cristo en él se proclama a Sí Mismo como lo que eres tú”.
Luis se volvía a quedar sin palabras, sin pensamiento, el camino era magnífico. La verdad le cegaba. Su ignorancia lo había puesto ciego para descubrir al Cristo en los demás. Ahora, sabía que existía.
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