José pensaba en los primeros cuadros señoriales que llegaron a su vida. Nunca tuvo la oportunidad de conocer personalmente a su abuelo paterno. Al entrar en aquella habitación donde yacía su cuerpo ya fallecido, se fijó en el cuadro que dominaba la estancia. Un marco especial y una figura apuesta y llena de vida se traslucía.
La primera ocasión de sentirse junto a su abuelo era ya en los momentos finales de su marcha de este mundo. No pudo tener la ocasión de escuchar su voz y de intercambiar con él algunos pensamientos. Mirando el cuadro trataba de descubrir esa alma escondida a los ojos, pero intuida por la mente, por el corazón y por esos sensibles sentimientos.
José tenía apenas seis años. Unos cuchicheos intencionales se deslizaban entre las personas femeninas de la casa. Le dieron una esquela a mi padre. En ella, mi madre no figuraba. Olvidos intencionales que no le decían mucho a José. Se había criado sin la presencia de su abuelo. Pero el cuadro, tenía su cuerpo.
Sus ojos también vieron el cuerpo fallecido de su abuelo. La vida se había evaporado y el cuerpo, derrotado, no decía mucho. Entendía esa imagen que acababa de leer: “¿Quién colgaría un marco vacío en la pared y se pararía delante de él contemplándolo con la más profunda reverencia como si de una obra maestra se tratase? Mas si ves a tu hermano como un cuerpo es justamente lo que estás haciendo”.
“La obra maestra que el Padre Celestial ha situado dentro de ese marco es lo único que se puede ver. El cuerpo la contiene por un tiempo, pero no la empaña en absoluto. Mas lo que el Padre Celestial ha creado no necesita marco, pues lo que Él ha creado, Él lo apoya y lo enmarca dentro de Sí Mismo. Él te ofrece Su obra maestra para que la veas”.
“¿Preferirías ver el marco en su lugar y no ver el cuadro?”. José había visto cuerpos de su abuelo. No pudo ver su verdad personal. Esa verdad se evaporó, se fue. Así que dejó de darle importancia al cuerpo. Lo que destacaba en una persona era su cariño, su afecto, su simpatía, su mano amiga, su mirada llena de paz y sus palabras silenciosas siempre compartiendo la dulzura y la bondad.
Esa era la obra de arte que vería en adelante. Era realmente lo único que se podría contemplar con profunda reverencia como si de una obra maestra se tratase. Esa obra no tenía fecha de caducidad.
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