Samuel estaba viendo cómo su mundo iba cambiando en su mente. La idea de que no intentara cambiar el mundo la iba comprendiendo. A la única persona que podía cambiar era a él mismo. Y ese cambio estaba dando sus frutos. Empezaba a considerar al mundo de forma muy distinta. Una nueva mirada aparecía en su horizonte. El mundo parecía distinto a como lo había considerado.
Todo estaba dentro de cada uno de nosotros. Un gran sabio cambió su mundo y se atrevió a expresar: “ya no vivo yo, mas vive Cristo en mi”. Y otro sabio expresó: “las aflicciones nacen en la mente, ¿por qué buscamos las soluciones fuera de ella?” Nuestra libertad se hacía presente en nuestras elecciones y en nuestras experiencias. Un cambio de visión implicaba un cambio de pensamiento. Un cambio de comprensión.
Sin la comprensión no era posible cambiar un pensamiento. Por ello, Samuel veía que cada vez que su comprensión cambiaba sabía que estaba en las aguas de un cambio de pensamiento y de un cambio de mirada. Le gustaba nadar por esas aguas. Le encantaba descubrir los misterios de la vida. Gozaba con las nuevas aguas que acudían a su experiencia.
Dejaba que aquellas ideas se deslizaran por su mente para detenerse en ellas con paz y tranquilidad. “Ser especial es la idea del pecado hecha realidad. Sin esa base no es posible ni siquiera imaginarse el pecado. Pues el pecado surgió de ella, de lo que no es nada, y no es más que una flor maléfica desprovista de raíces”.
Los principios de ser especial eran muy elocuentes: “ser mejor que los demás y menospreciar a los demás. No todos éramos iguales”. Y de esos principios todos habíamos vivido en la familia, en el vecindario, en la escuela y en nuestras relaciones de todas las edades. Por ello, la desconfianza entre unos y entre otros estaba tan extendida. Era casi luchar contra natura, fomentar la unidad entre las diferentes personas.
Samuel recordaba a su grupo de compañeros del trabajo. Se había pasado unos años fuera. Al volver, se dio cuenta del enfrentamiento que había entre ellos. Fue hablando uno a uno. Las expresiones de desconfianza y de intereses personales era el concepto que cada uno tenía de los demás. La amistad que les unía a ellos era la piedra de toque para aclarar situaciones.
No había nada como tener una causa común. Una causa generosa y desprendida. Después de varias conversaciones con cada uno de ellos, el grupo se fue uniendo. La bondad de sus corazones superaba su desconfianza. Por ello entendía las palabras que seguían: “Los hijos de estos principios, es decir, “los especiales” son muchos, nunca uno solo. Y cada uno de ellos se encuentra exiliado de sí mismo y de Aquel de Quien forma parte”.
“Y ninguno de ellos ama la unidad (todos somos iguales) que los creó como uno solo con Él. Ellos eligieron “lo especial en ellos” en lugar del Cielo y de la paz”.
Samuel daba gracias a esa comprensión que orientaba su mundo por el camino de la unidad y no por la separación y el menosprecio.
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