Abel estaba dándole vueltas a ese concepto del “ego” que definía una parte del ser humano. Una parte de su forma de ser. No era un concepto que había manejado desde pequeño. Sin embargo, describía con acierto una porción del ser humano que, en algunas ocasiones, Abel lo había sentido muy interiorizado dentro de él.
Una parte del “ego” se manifestaba en el nivel de la soledad. Abel se había sentido solo, separado, sin apoyos y sin conexión con nadie. Una situación que lo enfrentaba a todo. Esa parte la había sentido dentro de él y en muchas conversaciones con sus amigos. Ellos también le compartían la soledad en las que muchas ocasiones se sentían.
A partir de entonces vio que no era un concepto vacío, sin sentido. Era una realidad. Era algo más que una palabra. Era algo más que un concepto. Era la descripción de esa nulidad frente a todo. Momentos donde todo se derrumbaba. Apretaba el miedo, la angustia, la inquietud y la sensación de verse perdido. Abel apretaba los dientes y mascullaba para sí: ¡Maldito ego!
Pero en su caminar, descubrió que no éramos “egos”. No éramos entes separados. Formábamos parte de todo el universo. Todos éramos uno. La unión de todas las gotas de agua formaba el charco, el riachuelo, el río, el mar. Abel se dejaba llevar y sabía que nunca, nunca más tenía sentido vivir la soledad. Vivir ese “ego” era un espejismo. No se refería a una realidad.
Era una creencia equivocada, falaz. Era un engaño total. Una idea que venía de la independencia que cada uno creía tener. Pero su interior vibraba cuando trabajaba en equipo. Admiraba a sus amigos. Los consideraba. Los valoraba. Eran como una extensión de sí mismo. Uno de los amigos que conoció en sus primeros años le invitó a su casa.
Jugaron con todos sus juguetes. La madre de su amigo les invitó a merendar. Abel se sentía tratado como su amigo. Lo agradeció en el alma. Esa tarde merendó como un rey. Se sintió acogido por aquella persona estupenda. Disfrutaron con todos los juegos eléctricos de su amigo. Apagaban las luces y veían los destellos de la luz de cada uno de sus artefactos en la oscuridad.
¡Qué bien se sentía! Abel descubría que el “ego” no tenía lugar en la alegría, en la plenitud, en la grandeza de la bondad de aquella madre que sentía como la suya. No hubo diferencia entre las meriendas. Cada uno elegía la que quería. Las dos eran igualmente buenas. Retazos de ilusión en sus pechos ante aquellos padres de un hijo único.
Abel todavía guardaba, a pesar del paso de los años, esa tarde tan maravillosa. El “ego” en aquella casa había desaparecido. Se había evaporado. Había dejado paso a una satisfacción total. Ese ambiente se sentía en la casa, en la madre, en el padre que recién llegó y estuvo jugando con ellos. En aquella habitación donde un globo grande lanzaba destellos de luz en todas direcciones.
Así Abel aprendió que el “ego” era esa idea de separación que no era más que una creencia. No era la verdad, ni la realidad. Cuando no tenía una persona cercana y la creencia en el ego apretaba, Abel se dirigía al sol, a la luna, a las estrellas, a unos ojos del universo cariñosamente abrazándole, a un silencio contagioso que le llegaba al alma, a la vibración del ambiente que resonaba en su corazón.
Sentía en su interior que los brazos del infinito estaban con él. Juntos, todos juntos con todos los ojos que miraban al cielo. Y se unía a todas las miradas que se dirigían a las estrellas y con ellas, pensaba, jugaba, bailaba, cantaba, comprendía y les decía desde su vocecita interior que, a todas, a todas, las quería. Así Abel sabía que su gotita de agua se unía a todas las gotitas del universo y formaban ese río que descalificaba al “ego”.
La sensación de unión recorría su cuerpo, su pecho, su alegría y el latir de sus pasos danzando en el cielo. ¡Bendita unión, todos juntos!
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