Luis repasaba en su mente las ofertas políticas que los diversos partidos ofrecían a los electores antes de las elecciones. Pensaba que muchas de esas ofertas tenían puntos en común. Con algunas específicas se sentía atraído hacia algunos y con otras, por otros.
A veces era difícil escoger. El elector no podía crear sus propias medidas. Debía escoger bloques. Un conjunto de ellas como si fueran la verdad en sí mismas. Pero, en la práctica eso no era cierto. La unidad era difícil de lograr. Los intereses políticos y económicos interferían grandemente.
Había observado que las personas defendían partidos más que la razón. No admitían el error de sus partidos. En lugar de admitir sus errores atacaban los errores de los demás. Parecía que el partido era el concepto puro, supremo, orientador y generador de confianza. Todos lo demás era buscar su debilidad. Y ese concepto no podía ser bajado de su pedestal.
Estaba contento de que en el terreno de la espiritualidad las cosas fueran distintas cuando se dejaba al Espíritu Santo actuar: “Ahora el Espíritu Santo deposita, en las manos que mediante su contacto con Él se han vuelto mansas, una imagen de ti muy diferente”.
“Sigue siendo la imagen de un cuerpo, pues lo que realmente eres no se puede ver ni imaginar. No obstante, esta imagen no se ha usado para atacar y, por lo tanto, jamás ha experimentado sufrimiento alguno. Da testimonio de la eterna verdad de que nada te puede herir, y apunta más allá de sí misma hacia tu inocencia y la de tu hermano”.
“Muéstrale esto, y él se dará cuenta de que toda herida ha sanado y de que todas las lágrimas han sido enjugadas felizmente y con amor. Y tu hermano contemplará su propio perdón allí, y con ojos que han sanado mirará más allá de la imagen hacia la inocencia que ve en ti”.
Luis se regocijaba de esa fusión, de ese cambio de visión, de esa verdad universal que emanaba del interior. Transformaciones de esas ideas no estaban en los partidos políticos. Transformaciones de las personas no eran los objetivos de los partidos políticos. Esos cambios sustanciales estaban en la esencia del amor, de la unión y de la universalidad.
Luis se regocijaba de esa alegría que el Espíritu Santo, con su transformación, nos ofrecía a nuestra mirada, a nuestras manos y a nuestra paz.
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