Samuel se quedaba un tanto pensativo. Era la primera vez que lo escuchaba. Los tres enemigos del ser humano eran: la economía, la política y la religión. Tres campos donde los intereses primaban por encima del ser humano. Tres áreas donde muchos confiaban en la justicia de la distribución.
Pero, Samuel veía muy bien que eran instituciones con objetivos que iban más allá de la compasión, de la comprensión, del apoyo al ser humano. Era más bien una guerra enconada entre humanos que, una rueda donde todos se enlazaban en ansias de paz, de felicidad y de universalidad.
Realmente la economía era devastadora. Siempre con su idea de ganar lo máximo reduciendo los costes. Reduciendo los costes a niveles de sufrimiento humano, de esclavitud, de faltar a la dignidad del ser humano. Una economía que sólo miraba por la ganancia y por atesorar todo lo posible en la cuenta personal de cada uno.
Tristezas que iban devastando la confianza del ser humano en el ser humano. Se confiaba en el dinero. No se confiaba en la palabra, en la bondad, en la seriedad, en la comprensión y en el intercambio. Se confiaba en las monedas de cada país. Se confiaba en atesorar esos papeles que parecían que abrían todas las puertas.
Abrían todas las puertas, pero cerraban las puertas del corazón. Y, si algún tesoro los humanos nos podemos llevar dentro de nosotros, es el agradecimiento generoso de un alma que sintió nuestra ayuda, nuestra mirada, nuestro apoyo y nuestra comprensión.
“El – costo – de tu serenidad es la suya. Este es el – precio – que el Espíritu Santo y el mundo interpretan de manera diferente. El mundo lo percibe como una afirmación del – hecho – de que con tu salvación se sacrifica la suya. El Espíritu Santo sabe que tu curación da testimonio de la suya y de que no puede hallarse aparte de ella en absoluto”.
“Mientras tu hermano consiente sufrir, tú no podrás sanar. Mas tú le puedes mostrar que su sufrimiento no tiene ningún propósito ni causa alguna. Muéstrale que has sanado, y él no consentirá sufrir por más tiempo. Pues su inocencia habrá quedado clara ante sus propios ojos y ante los tuyos”.
“Y la risa reemplazará a vuestros lamentos, pues el Hijo de Dios habrá recordado que él es el Hijo de Dios”.
Samuel se daba cuenta de la diferencia de la ley de la economía. En el mundo material era: “Yo gano si tú pierdes”. En el reino espiritual: “yo gano si tú ganas”. Esa era la enorme diferencia. Nuestra seguridad estaba situada en la seguridad del otro. Nuestra ganancia estaba colocada en la ganancia del otro. No era una competición.
La ganancia era una total colaboración: “Cuando tú ganas, yo gano”. “Cuando tú ganas, ganamos los dos”. “No miramos nuestro alrededor nada más. Miramos a los ojos de los demás”. “Evaluamos la riqueza de ambos”. Ese es el tesoro que debemos incorporar a nuestro interior. Esa es nuestra auténtica verdad.
¡Maravilla de la vida que nos lleva por las sendas de la sabiduría! Todo lo que cuesta tu salvación está en mi mano. Todo lo que cuesta mi salvación está en tu mano. Nos lo intercambiamos y todos, todos, nos regalamos lo que la economía en sus objetivos nunca podrá deducir de sus ganancias materiales.
Cada uno sin su hermano es un pobre de perdición. Cada uno con su hermano es su riqueza eterna de gloria y de profunda satisfacción.
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