jueves, junio 1

NUESTRA GRANDEZA A SALVO

Guille recordaba los momentos en los que una opinión sobre él, expresada por una persona aceptada por una amplia comunidad, le había hecho bien. Una opinión equilibrada, comprensiva y de apoyo. Se decía a sí mismo que no nos conocíamos realmente. Necesitábamos, ante tal desconocimiento, que alguien nos dijera y nos recordara lo que realmente éramos. 

Nos animaba y nos daba fuerzas para recorrer el camino. Era grato escuchar en boca de otros la afirmación de nuestros dones y de nuestros talentos. Siempre tenía mucha más fuerza que nuestro pensamiento. Parecía que nos descubríamos otra vez. Parecía que no viviéramos con nosotros mismos. O quizás, a fuerza de vivir con nosotros mismos, terminábamos desconociéndonos. 

Guille tenía la idea de que aquellas personas que más le conocían no tenían una idea clara de quién era él. Algunas de esas personas que lo miraban con amor se acercaban a lo que sentía en su interior. Los demás parecían ser conocidos por nosotros. Nosotros mismos parecíamos ser unos desconocidos para nosotros mismos. 

Era bueno recibir, de vez en cuando, unas palabras animadoras que nos recordaran la maravilla que existía en nosotros. “¡Cuán santo debes ser tú, que desde ti la Voz de Dios llama amorosamente a tu hermano para que puedas despertar en él la Voz que contesta tu llamada!”

“¡Y cuán santo debe ser tu hermano cuando en él reside tu propia salvación, junto con su libertad! Por mucho que lo quieras condenar, Dios mora en él. Pero mientras ataques Su hogar elegido y luches con Su huésped, no podrás saber que Dios mora igualmente en ti”. 

“Mira a tu hermano con dulzura. Contempla amorosamente a aquel que lleva a Cristo dentro de sí, para que puedas ver su gloria y regocijarte de que el Cielo no esté lejos de ti”. 

A Guille nunca le habían dirigido tan hermosas palabras. Las repetía en su interior: “¡Cuán santo debes ser tú, que desde ti la Voz de Dios llama amorosamente a tu hermano!” Le hacía mucho bien pensar de esa manera. Era como una visión nueva en la pantalla de su vida, en la película de sus andanzas. 

Dios mismo le decía que tenía una hermosa dignidad. Dios mismo le decía con naturalidad lo inmenso que había en su vida. Era una consideración que le abría toda su alma. Le hacía ver, desde su grandeza, la grandeza de los demás. Y esa maravilla le hacía elevarse por encima de los horizontes de sus caminos trillados en la vida. 

Le hacía elevarse por encima de todas aquellas opiniones que había recibido de indiferencia, menosprecio y poca calidad. Alguien con unos ojos muy potentes y verdaderos veía, sin temor a equivocarse, su grandeza y su dignidad. ¡Maravilloso Dios que nos devolvía nuestra realeza y nuestra bondad!

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