Santiago se dejaba llevar por la vista de sus manos. Recordaba las veces que había tenido diversas heridas en los diferentes dedos y en sus palmas. La piel se había regenerado y no había dejado señal de sus roturas y desgarros. Todo estaba bien. Trataba de memorizar algunos incidentes, pero la ausencia de rastro le impedía recordar aquellos momentos donde sangraban y necesitaban atención y una cura cuidadosa.
Su mente volaba. Le encantaba ese proceso de la piel. Cada cierto tiempo se volvía a regenerar y olvidaba las incidencias que habían pasado. Ciertamente, al no estar, era como si no hubieran sucedido. La naturalidad, los pliegues de sus manos, y la fuerza que desplegaban le ayudaban a resolver todos los quehaceres cotidianos de la vida.
Santiago deseaba que ese poder milagroso de restauración se aplicara a su mente, a sus ideas, a sus pensamientos. Todo podía regenerarse, hacerse nuevo, desechar malos momentos, llenarse de piel nueva de límpidos pensamientos. Un camino que había encontrado, un camino que estaba viviendo.
Un camino que le estaba abriendo nuevos horizontes insospechados: “Ahora el templo del Dios viviendo ha sido reconstruido de nuevo para ser el anfitrión de Aquel que lo creó. Donde él mora, su Hijo mora con Él y nunca están separados. Y dan gracias de que finalmente se les haya dado la bienvenida”.
“Donde antes se alzaba una cruz, se alza ahora el Cristo resucitado, y en Su visión las viejas cicatrices desaparecen. Un milagro inmemorial ha venido a bendecir y a reemplazar una vieja enemistad, cuyo fin era la destrucción”.
“Con dulce gratitud, Dios el Padre y el Hijo, regresan a lo que es Suyo, y a lo que siempre lo será. Ahora se ha consumado el propósito del Espíritu Santo. Pues ellos han llegado. ¡Por fin han llegado!
Santiago no cabía en sí de gozo. Sus deseos, sus pensamientos y sus sueños se veían en ese párrafo reflejados. Era una maravilla. Un cambio de pensamiento tal que el recuerdo desaparece y, como la piel, se regenera de tal manera que las viejas cicatrices desaparecen.
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