Adolfo quedaba un tanto desconcertado. Siempre había pensado en ese desdoblamiento en el otro para tacharlo de hostil, de falta de simpatía, o de situación ingrata. Una actitud que le impedía ver la propia realidad que estaba descubriendo en esos momentos. El único que decidía qué tipo de relación tenía con los otros éramos nosotros mismos.
Esa idea le hacía pensar en los momentos en que él mismo veía la diferencia que había entre el trato con personas que conocía y la profunda timidez con personas a las que no conocía. Sentía la intuición de que por algún mecanismo inconsciente se cerraba a las personas desconocidas.
También se le rompía la experiencia cuando por algún motivo había sido capaz de mantener un contacto con una persona desconocida y había descubierto que era un placer, al igual que con las otras, tener un hermoso y maravilloso intercambio. Había algo con lo que no lograba explicar ese mecanismo.
En aquellos momentos todo se le aclaraba. Era él mismo quien decidía esa actitud, esa situación y esos pensamientos. Él mismo se había cerrado muchas ocasiones sin ninguna razón. Solamente porque no era conocido. Quería cambiar, ser diferente. Se lo había repetido muchas veces. Sin embargo, Aquellas líneas le arrojaron una inmensa luz.
Nadie decidía por nosotros excepto nosotros mismos. Adolfo veía que su decisión era lo supremo. Su libertad era infinita. Su comprensión era vital. El cambio no era un misterio. Era la aceptación de esa suprema libertad con la que estaba dotado el ser humano.
“La injusticia y el ataque son el mismo error, y están tan estrechamente vinculados que donde uno se percibe el otro se ve también. Tú no puedes ser tratado injustamente. La creencia de que puedes serlo es sólo otra forma de la idea de que es otro, y no tú, quien te está privando de algo”.
“La proyección de la causa del sacrificio es la raíz de todo lo que percibes como injusto y no como tu justo merecido. Sin embargo, eres tú quien se exige esto a sí mismo, cometiendo así una profunda injusticia contra el Hijo de Dios”.
“Tú eres tu único enemigo, y eres en verdad enemigo del Hijo de Dios porque no reconoces que él es lo que tú eres. ¿Qué podría ser más injusto que privarlo de lo que él es, negarle el derecho a ser él mismo y pedirle que sacrifique el amor de su Padre y el tuyo por ser algo que no le corresponde?
Adolfo seguía embebido en esos pensamientos. Eran clarificadores. Había descubierto ese misterio que durante tanto tiempo no había tenido acceso al mismo. Una luz se encendía en su camino. No volvería a atacarse a él mismo como lo había hecho.
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