Julián tenía sentimientos confusos en su corazón. Le encantaba el amor, le encantaba la comprensión, pero la mezcla de sentimientos de ataque y de agradecimiento que había aprendido desde pequeño le dificultaba encontrar eso que su corazón deseaba.
Su mente analítica, presta a la expresión, en muchas ocasiones, sin darse cuenta, hería el planteamiento de los demás. Su mente avispada le daba esa seguridad de que tenía razón. Y esa claridad de verdad le impedía ver el efecto devastador en los demás cuando salía con poca sensibilidad.
Era tan consciente de lo que le pasaba que reconocía sus grandes meteduras de pata. Siempre le ocurrían cuando estaba en lo cierto. Sus pensamientos analíticos habían concluido bien. Pero, todavía, debían pasar por el tamiz del corazón. La fuerza de la razón lo cegaba.
Leyendo las siguientes líneas veía su confusión: “Si buscas amor a fin de atacarlo, nunca lo hallarás, pues si el amor es compartir, ¿cómo ibas a poder encontrarlo excepto a través de sí mismo?
“Ofrece amor, y el amor vendrá a ti porque se siente atraído por sí mismo”.
“Mas ofrece ataque, y el amor permanecerá oculto, pues sólo puede vivir en paz”.
Julián reconocía, por fin, que sus seguridades racionales sonaban a ataques que impedían el fluido amoroso entre las almas. Él no lo entendía. Él se quedaba sorprendido. “Tengo razón”, se repetía. Pero su claridad mental tenía la sensación de espadas afiladas que cortaban los hilos del encuentro.
Julián se repetía las palabras de Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Empezó a completar su raciocinio. Su mente no tenía toda la razón. Su corazón debía intervenir también en su pensamiento.
Julián hacía sufrir y sufría él mismo. No estaba en su intención molestar. Solo quería clarificar la situación, ofrecer alternativas y evitar el error. Pero, su dichosa seguridad molestaba en ambas direcciones.
No entendía la reacción de las personas. No se entendía a sí mismo porque no vibraba con los demás. Era una situación molesta y, en ocasiones, él mismo se enfurecía por el fracaso de su aportación.
Empezó a saber callar. Empezó a dirigir sus pensamientos. Sus conclusiones no las compartía hasta no saber cómo hacerlo, hasta no encontrar la sensibilidad oportuna para decirlo. Lo importante no era tener razón. Lo importante era no romper las lianas del corazón.
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