domingo, julio 10

ESENCIA, REALIDAD, ETERNIDAD

Rubén estaba realizando una ayuda en el departamento administrativo de la escuela en la que estaba estudiando. Necesitaba dinero y le habían ofrecido unas horas para colaborar en dicho lugar.

El administrador había salido y el teléfono sonó. Rubén, sin darse cuenta, cogió el teléfono y contestó. Una voz en la otra parte de la línea le confundió con el administrador. Rubén le aclaró que no era. Y la voz le preguntó: “Quién eres tú”. 

Rubén, a pesar de ser una persona abierta, claridad de palabra, ameno en las conversaciones, se quedó mudo. Rápidamente se dio cuenta de que no era nadie: no era profesor, no era trabajador del departamento, no había acabado ningún estudio, no tenía ningún título para compartir. 

Se trabó su lengua, balbuceó algunas palabras para decir que era una persona que estaba ayudando al administrador. La otra voz lo entendió y le dijo que llamaría más tarde. Rubén se quedó vacío. Un vacío que siempre llamaba a su puerta en alguna ocasión. 

Rubén se dio cuenta de que no tenía nada ajeno a él para definirse académicamente. Más tarde acabó la universidad. Obtuvo su Licenciatura. Culminó todos los años de la lengua inglesa en la Escuela Oficial de Idiomas. Diplomatura en Estudios Humanísticos. También alcanzó el grado de Doctor. 

Ahora que ya había alcanzado esas definiciones exteriores, necesitaba responderse a sí mismo esa pregunta que le hizo aquella voz desconocida: “Quién eres”. 

Se adentraba en la esencia suya. Siempre se había definido por lo que no era él. Su lugar de nacimiento no lo había elegido. Su sexo no lo había escogido. Su lengua se la habían compartido por la necesidad de entenderse y desarrollarse. Su nación estaba ahí. Los estudios eran sus habilidades. 

Pero, ¿Quién había detrás de esas habilidades, de esos detalles que no había decidido? Sabía, por su formación lingüística, que hubiera aprendido cualquier lengua del globo con la misma facilidad que había aprendido la de sus padres. 

Rubén buceaba dentro de sí y estaba atento a estas palabras: “No puedes vender tu alma, pero puedes vender tu conciencia de ella”. 

“No puedes percibir tu alma, y no la podrás conocer mientras percibas cualquier otra cosa como más valiosa”. 

Rubén no quería cometer otra vez el error de no poder contestar desde su corazón: ¿Quién era él? Se planteaba que no podía escoger alguno de los detalles que lo conformaron. La esencia de su ser era otra cosa. 

Seguía leyendo con interés e intensidad: “El Espíritu Santo es tu fortaleza porque sólo te conoce como espíritu”. 

“Él es perfectamente consciente de que no te conoces a ti mism@ y perfectamente consciente de cómo enseñarte a recordar lo que eres”. 

“Dado que se acuerda de ti continuamente, no puede dejar que te olvides de tu valía”. 

Rubén reconocía que su valía no se la había dado él. Se la había dado Su Creador. Y al admitir su valía y darse cuenta de ella, veía la valía de toda persona que se acercaba a él. Toda persona creada tenía una valía superior. 

Las personas, empezaba a vislumbrar, no eran importantes por los títulos que tenían, por el poder económico o social que detentaban, por sus cometidos en las funciones sociales. Todos esos adornos desaparecían a la muerte de la criatura. Eran elementos pasajeros. 

Rubén se centraba en los valores eternos. Y esos valores los había visto en muchos y diferentes lugares: la amabilidad, el respeto, el cariño, el apoyo, la mano tendida y generosa, la palabra de ánimo desinteresada. La mirada comprensiva y comunicativa. La buena gente que se había cruzado en el camino. 

Hombres y mujeres de corazón que tenían una misma vibración: ayudar siempre a quien se acercara a los espacios de su influencia. Estos valores quedaban para la eternidad. Esos eran la fuente de su ser.

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