viernes, julio 29

TRANSFORMACIÓN, LUZ, NUEVA VIBRACIÓN

Miguel leía y releía aquellos textos llenos de sabiduría. Eran la vida que se exponía en un lienzo en el cielo delante de sus ojos. Empezaba a comprenderlos y se dio cuenta de la equivocación de sus pensamientos desde la niñez de su existencia.

“Siempre que reconoces que no sabes, la paz retorna a ti, pues has invitado al Espíritu Santo a que retorne, al haber abandonado al ego por Él”. 

“No acudas al ego para nada”. 

“Eso es lo único que necesitas hacer”. 

“El Espíritu Santo, por Su Propia iniciativa, ocupará toda mente que, de esta manera, le haga sitio”. 

“Si quieres tener paz, debes abandonar al maestro del ataque”. 

“El maestro de la paz nunca te abandonará”. 

“Tú puedes apartarte de Él, pero Él jamás se apartará de ti, pues la fe que tiene en ti es Su entendimiento”. 

Miguel entendía que había marchado por otro camino muy distinto. Había sufrido con el maestro del ataque cuando su padre, alrededor de una mesa, quería pegar a su madre. Su madre imponía la distancia. Su padre quería acortarla para darle, según él, su merecido. 

Momentos de tensión en su vida. Un enfrentamiento brutal de dos seres que cuidaban de sus tres hijos. No sabían que sus pequeños los necesitaban a los dos unidos. Cuando perdían la paz, se enfrentaban ellos mismos. 

Miguel sufría aquellas experiencias. Era inconsciente de que algo de rabia nacía en su interior. Se oponía a los métodos de su padre con todas sus fuerzas. Así un cierto elemento de revancha se hacía eco en la profundidad de su alma. 

En momentos, cuando era enfrentado verbalmente, trataba de defenderse. No solía ver las razones del otro. Solamente se ponía en guardia porque no tenía sus mismas actitudes en ciertos temas. La rabia inconsciente nacía y lo dominaba. 

Miguel creía que era una forma de defenderse ante la crueldad de la vida. El ataque había que pararlo de alguna manera. Toda su fortaleza interior se erigía para no permitir que nadie tratara de menospreciarle. Sin embargo, no acababa contento. Siempre en su interior, la falta de paz lo desequilibraba. Necesitaba tiempo para recobrar su estado de ánimo normal. 

En cambio, Miguel se sentía más sereno cuando comprendía alguna situación. Un día, al salir del colegio, se volvía a casa con un compañero. El amigo le preguntó algo que necesitaba la respuesta. Su compañero le preguntó: “Si me dicen que soy un hijo de … ,¿a quién han ofendido a mi madre o a mí? 

La respuesta de Miguel salió como si la tuviera preparada. Él mismo se sorprendió: “No han ofendido ni a tu madre ni a ti. Sólo han querido molestarte. No tiene mayor importancia. Una frase hecha”. La cara de paz de su amigo se le quedó grabada. Se relajó y la sonrisa le volvió a su rostro. 

Miguel se sentía contento de haber colaborado en la paz de su amigo. Pero, su interior siempre estaba a la intemperie del arranque de genio frente a la contrariedad. 

Miguel, recordando estos episodios, veía en ellos la realidad expresada por esas líneas. Lo que había aprendido del ego de separación, de miedo, de competencia, de amenaza y de abuso, le quitaba la paz. Era un precio demasiado alto para pagar. 

Lo tenía claro en su vida. Dejaría de creer que lo sabía todo y enfrentaría cada situación con la visión de que el Espíritu Santo lo ayudara. Y sabía el camino. Dejar de lado su ego forjado y moldeado por muchos momentos de sinsabores y de sufrimientos. Se repitió a sí mismo la frase: “no acudas al ego para nada”. 

Y descansaba en la verdad que emanaba de estas palabras: “El Espíritu Santo, por Su propia iniciativa, ocupará toda mente que, de esta manera, le haga sitio”.

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