Julián estaba compartiendo con su amigo sus esencias del alma. Los dos estaban sentados en el banco de un parque. Estaba ocultándose el sol. La luz iba disminuyendo y las confidencias empezaban a salir de sus corazones juveniles.
Tenían, los dos, ganas de vivir el mundo. Ganas de obtener sabiduría y superar los errores que veían en el camino. Errores en los que veían situados a sus padres y a muchos de los adultos.
Julián le comunicaba a su amigo las diferencias que tenía con sus padres. Su madre le indicaba que el mundo no era tal como él lo imaginaba. Captaba las indecisiones de su madre y, sobre todo, sus miedos. Julián no quería vivir con esos sobresaltos en los que bogaba su madre.
Su visión no concordaba con la suya. Su madre le aducía su juventud, su inexperiencia y su idealidad. Pero, Julián no le veía solución a sus planteamientos.
El miedo, la sumisión y la resignación que le compartía no entraban en sus planes. No entraban en su corazón. Él tenía una visión más positiva de las personas. No se debía desconfiar de todo el mundo.
La prudencia siempre era necesaria. No se podía compartir todo. Había tenido experiencias hermosas con ciertas personas y las guardaba con mucho cariño en su corazón.
Su amigo le apoyaba en su reflexión. También él había tenido algunos encontronazos con sus padres. Los dos concluían que la diferencia de generación se notaba mucho en sus vidas. Ellos buscaban vivir una relación distinta, diferente, más acorde con la naturalidad de sus emociones y sentimientos.
Los dos amigos se estaban buscando a sí mismos. Sus sentimientos luchaban en sus mentes y en sus corazones. Los dos querían alcanzar una realización y un progreso diferente. Imaginaban cómo serían sus casas, sus esposas, la educación de sus futuros hijos e hijos y el ambiente de familia.
Julián compartía con su amigo la lectura que había tenido y que, de alguna manera, le había llegado muy dentro: “No hay nadie en este mundo enloquecido que no haya vislumbrado, en alguna ocasión, algún atisbo del otro mundo que le rodea”.
“No obstante, mientras siga otorgando valor a su propio mundo, negará la visión del otro, manteniendo que ama lo que no ama, y negándose a seguir el camino que le señala el amor”.
“¡Cuán jubilosamente te muestra el camino el Amor!”
“Y, a medida que los sigas, te regocijarás de haber encontrado Su compañía, y de haber aprendido de Él cómo regresar felizmente a tu hogar”.
“Estás esperando únicamente por ti”.
“Abandonar este triste mundo e intercambiar tus errores por la paz de Dios no es sino tu voluntad”.
Julián vibraba con la orientación de estas líneas. Le decía a su amigo que estos pensamientos estaban escritos con la sabiduría de todos los tiempos. No podían estar equivocados como sus padres decían.
Los dos se identificaban con la propuesta. A los dos les entusiasmaba esa afirmación: ¡Cuán jubilosamente te muestra el camino el Amor! Los dos vibraban y querían recorrer esa invitación que latía en sus corazones. Los dos tenían la etiqueta de idealistas por sus respectivos progenitores.
Pero no podían dejar de ver lo que los ojos de sus corazones veían. Repetían las palabras del filósofo Pascal pronunciada por sus profesores: “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. Y sus propias vidas daban testimonio de ello. No todo podía ser entendido y dispuesto por la razón.
Julián le repetía a su amigo, los dos con novia, los dos profundamente enamorados, que el raciocinio no podía descubrir el amor que anidaba en sus pechos.
El sol hacía rato ya que había desaparecido en el horizonte. Las oscuridades de la noche bajaban. La luz de las farolas se encendía. Los ojos de los dos amigos relucían. Sus pensamientos se hacían eco en sus mutuas ilusiones. Sus planes, llenos de entusiasmo, se diseñaban en sus mentes.
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