Francisco estaba sobre una roca en el mar. Tenía una vista preciosa. La lejanía del horizonte donde jugaba el mar con el cielo. Los colores multicolores del sol filtrado en las nubes y en los movimientos de las aguas. La brisa fresca soplaba suave. El ambiente, a su alrededor, le invitaba a descubrir su interior.
Francisco repasaba sus años primeros. Veía que un hálito de amor le había seguido. Desde su madre, su familia, sus abuel@s. Todos habían depositado en su vida experiencias sensibles de comprensión y de cariño. Poco a poco se hacía grande. Observó cómo estas demostraciones de cariño iban disminuyendo. Le querían igual pero, se hacía grande.
Francisco estaba contento por progresar en su vida, en años y en habilidades. Era un gran descubrimiento. También notaba que entre los mayores eran pocas las demostraciones afectivas. Parecían que todas estaban reunidas en la vida de los infantes. Y cada infante desaparecía en un adult@.
En algunos momentos, parece que se resistía a crecer. Un mundo interior personal, no conocido, se iba abriendo en su propio caminar. Cada vez más tenía en sus manos el volante de su propia vida. Lo dirigía según sus habilidades y sus pensamientos.
Una personalidad delimitada se iba forjando con sus experiencias. Una vida corriendo la carrera pero, sin conocerse a sí mismo en gran manera. Alguien le decía cuando conocía sus inquietudes: “la vida te dará todo lo que vayas necesitando. Ya lo irás descubriendo”.
Veía a sus padres aceptando, los dos, los roles de la vida. También se veía a sí mismo aceptando su rol como uno de tantos. Sin embargo, echaba de menos a alguien que, con un respeto total, pudiera compartirle su vida. Al leer aquellas líneas un nuevo motivo surgía en su horizonte:
“Sólo el Espíritu Santo sabe lo que necesitas”.
“Pues Él te proveerá de todas las cosas que no obstaculizan el camino hacia la luz”.
“¿Qué otra cosa podrías necesitar?”.
“Mientras estés en el tiempo, Él te proveerá de todo cuanto necesites, y lo renovará siempre que tengas necesidad de ello”.
Francisco veía una posibilidad para seguir teniendo, en su vida interior, una compañía franca y sincera para hablarle de todas sus inquietudes. Una compañía con quien compartir sus sentimientos, su cariño, sus ideas y sus decisiones”.
Sentía una compañía genial, una compañía estupenda, una compañía necesaria. Desde que nació, aprendió la maravilla de la compañía. Siempre había estado acompañado. Siempre había sentido unas manos dulces y agradables que le entendían y que le dirigían amablemente.
Ahora, con sus años de juventud ante él, su independencia era clara. Pero, no quería perder ese sentido de compañía que había arraigado en su interior. Una compañía que le orientara en sus decisiones, en sus pensamientos, en sus sentimientos.
Una compañía que le ayudara a comprenderse a él mismo. Sus sentimientos se ampliaban, se relajaban, se alegraban. Terminaba con esa frase: “Deja, por lo tanto, todas tus necesidades en Sus manos. Él te las colmará sin darles ninguna importancia”. Francisco ya conocía, en su interior, esa maravillosa experiencia. No quería perderla.
La luz del sol levantaba en intensidad. El agua lo agradecía. Los rayos que le llegaban alegraban sus claridades. Le daban sus tonos variables de belleza profunda. Sus ojos se abrían. La brisa aumentaba su soplo. Su cara se refrescaba. En su mirada lejana, perdida, una nueva paloma de ilusión surgía.
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