viernes, julio 15

ATAQUE, CEGUERA, CONFUSIÓN, LIBERACIÓN

Luis leía aquellos párrafos y se asombraba de la ceguera de la mente en sus comportamientos. Todo era una paradoja. En cualquier discusión en casa, en el trabajo, con los amigos, siempre que había un incidente, había que buscar a los culpables del mismo.

Y, claro, cuando él se sentía no culpable descansaba tranquilo. Y cuando se descubría al culpable se sentía feliz. Un pensamiento absurdo, se decía para sí, “¿cómo puedo estar tranquilo sabiendo que uno de mis allegados, amigos o compañeros están pasando un mal momento?”. 

Era tan natural esta idea en su vida que nunca se la había planteado. Nunca la había considerado como equivocada. Pero, al leer los siguientes párrafos, se la estaba planteando: 

“Si no te sintieses culpable, no podrías atacar. La condenación es la raíz del ataque”. 

La condenación es el juicio que una mente hace contra otra de que es indigna de amor y merecedora de castigo”. 

“Y en esto radica la división, pues la mente que juzga se percibe a sí misma como separada de la mente a la que juzga, creyendo que al castigar a otra mente, puede ella librarse del castigo”. 

“Todo esto no es más que un intento ilusorio de la mente de negarse a sí misma y de eludir la sanción que dicha negación conlleva”. 

Luis se quedaba enfrentado a ese dilema que los planteamientos certeros le provocaban. Se quedaba atónito que una mente pudiera considerar que otra mente era indigna de ser amada y merecedora de castigo. Empezaba a ser consciente de esa barbaridad en su vida, en sus pensamientos y en sus conclusiones en sus relaciones con los demás. 

Y la segunda idea que lo trastornaba era que al castigar a otra mente, su mente quedaba libre. Toda una ceguera. En su mente bullían los recuerdos de una experiencia un tanto delicada que pasó con dos de sus amigos. 

Tuvieron un encontronazo muy fuerte. Los dos quedaron dolidos. El que inició todo el tema sabía que había sido duro, muy duro. Había sido mortal y no le había tendido la mano de la comprensión. 

Pasados unos días, decidió hablar con su amigo y pedirle disculpas. Reconocía que no había sido noble, leal ni generoso. Quería encontrar la ocasión para hablarle pero no se presentaba. Dejó pasar el tiempo. 

Sin darse cuenta, pasaron treinta años. Un día, se dirigió a su amigo para pedirle disculpas porque esa carga no la había logrado quitar de su corazón. Su amigo, al escucharlo, le dijo de inmediato: “Gracias por decírmelo, pero entendía que estabas confundido. Olvidé ese asunto en unos días. Si me lo hubieras dicho, todo hubiera quedado arreglado”. 

Luis entendió que a pesar de haberlo condenado, no consiguió librarse del mal él mismo. Por ello, veía que era ilusorio: “Creer que al condenar a una mente, la otra mente se libera”. 

Luis tomaba nota de la lectura. Atacaba porque se sentía culpable. Sin esa dichosa culpabilidad, las relaciones de amor no tendrían ningún inconveniente en desarrollarse. Y como siempre, el error estaba en el que atacaba. Luis decidió revisar sus esquemas de pensamiento.

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