Javier tenía una enorme confusión en su mente. Consideraba su fortaleza de carácter como un baluarte para defenderse de los ataques de los demás, tanto en el trabajo, en sus ambientes de amistad y en sus relaciones con sus vecinos.
Trataba de ser comprensivo en todas las situaciones. Quería siempre llegar a un acuerdo antes de esgrimir otras armas. Pero, en ocasiones, la ira, la furia, salían de su boca para defender su terreno y el de su familia.
Desde pequeño siempre le habían enseñado que ciertas sensibilidades eran debilidades que debía evitar. Se sonreía al pensar cómo la sociedad reaccionaba de diferente manera ante la caída de un niño o una niña.
Ante un niño el mensaje que se le mandaba era: adelante, en pie, mi niño es fuerte y no llora. Adelante, campeón. Si se trataba de una niña, la reacción no se parecía en nada: pobrecita, mi niña, anda ven aquí, tesoro mío. ¿Te has hecho daño? Déjame que te abrace. Tranquila y desahógate, pobrecita mía.
Javier entendía, por estos mensajes, que los hombres eran fuertes y que las mujeres eran en cierta manera débiles. Pero, su experiencia no acreditaba estos conceptos infantiles. Había descubierto una fuerza especial en la mujer que era profunda.
Había constatado que algunos hombres eran débiles de carácter. Todo un proceso educativo equivocado los había vuelto casi inútiles para desempeñar ciertas tareas.
Javier concluía que no se trataba de sexos. Se trataba de la mentalidad que iban construyendo los unos y las otras.
“Sólo el amor es fuerte porque es indiviso”.
“L@s fuertes no atacan, pues no ven que haya necesidad de ello”.
“Antes de que la idea de atacar pudiese entrar en tu mente, tuviste que haberte percibido a ti mism@ como débil”.
“Al dejar de percibir la igualdad que existe entre tus herman@s y tú, y al considerarte a ti mism@ como más débil, intentas equilibrar con el ataque”.
Javier se veía desbordado por estos planteamientos. Nunca había considerado el amor como la fuerza vital del ser humano. Sin embargo, había visto en muchas ocasiones que los débiles tenían miedos y no controlaban sus reacciones. Se sentían engullidos por ellas.
Nunca había asistido a una unión entre personas, para dejar de enfrentarse, utilizando la fuerza. Siempre la comprensión, la admiración y el respeto habían jugado sus bazas más importantes. Un apretón de manos, un abrazo, restablecían el equilibrio.
Y Javier concluía que ese equilibrio se había roto por la utilización de la fuerza irracional. En cambio, la fuerza del amor impedía la ruptura de esas relaciones, la pelea por los malos entendidos. Evitaba el enfrentamiento obcecado de mentes sin luz ni reflexión.
La luz se abría paso en la mente de Javier. Descubría que el mayor poder del ser humano se encontraba en su amor inmenso. Se nacía en amor, se crecía en amor y se vivía en amor.
El amor era la fuerza que movía el mundo, la alegría, la salud, los entusiasmos. El apoyo incondicional de todos los cercanos. La auténtica fuerza habitaba en el corazón.
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