jueves, diciembre 8

EL MISMO SER CONFORMA CADA PERSONA

Santi le compartió a su amigo que eran básicamente una unidad de mente. La diferencia del cuerpo, la separación del cuerpo no se aplicaba a la mente. Todos podíamos identificarnos como distintos, diferentes, personales y peculiares por tener cuerpos distintos. Pero, a la mente no se le aplicaba esa función de separación, de distinción. 

La reacción de su amigo fue de extrañeza. Le dijo que toda su vida había estado fundamentada en la separación, en la diferencia, en la competencia y en los niveles de formación. Era raro escuchar esa idea. Sonaba como algo maravilloso, pero no estaba acostumbrado a ella. Sin embargo, no dejaba de seducir, a su amigo, esa idea tan innovadora. 

Santi recordaba una anécdota que le contó su esposa de una de sus lecturas. Decía así: dos señoritas inglesas se habían embarcado en un velero para ir a Nueva Zelanda. Una de ellas había contraído compromiso de casarse con un señor adinerado de la zona. La otra iba con el fin de ejercer su oficio de maestra en tierras tan lejanas. Su vocación de enseñanza la empujaba. 

Un viaje muy largo, de muchos días, fue uniendo a aquellas señoritas con sus objetivos bien distintos, pero unidas, por un tiempo, en aquella travesía por los diversos mares para llegar a Nueva Zelanda. Las dos buscaban, por caminos distintos, ese concepto de felicidad que les motivaba. Al llegar se dieron cuenta que estarían en la misma zona. Los lugares, a los que iba cada una, no estaban muy distantes.

La maestra empezó su enseñanza. Fue descubriendo a los aborígenes de la isla. Fue compartiendo con ellos todas sus habilidades y enseñanzas. Aprendían sin ningún problema. Todo se desarrollaba como en sus alumnos en Inglaterra. No había diferencia. Estaba entusiasmada. En cierta ocasión se reunió con su compañera de viaje, que se había casado y se había aposentado en una rica hacienda. 

Le comentó la maestra sus progresos y su entusiasmo por la enseñanza. Su compañera le hizo una observación que la dejó sin palabras: “Sabes que no se les debe enseñar a leer y a escribir a los aborígenes. De otro modo, no tendríamos personas para que nos sirvieran a nosotros. Era necesario marcar las diferencias”. La maestra, totalmente herida en su ser, le dijo que estaba indispuesta y se marchó. 

Santi comparaba esa anécdota con lo que acababa de leer: “No hay nada externo a ti”. 

“Esto es lo que finalmente tienes que aprender, pues es el reconocimiento de que el Reino de los Cielos te ha sido restaurado”. 

“Pues eso es lo único que Dios creó, y Él no lo abandonó ni se separó a Sí Mismo de él”. 

“El Reino de los Cielos es la morada del Hijo de Dios, quien no abandonó a su Padre ni mora separado de Él”. 

“El Cielo no es un lugar ni tampoco una condición”. 

“Es simplemente la conciencia de la perfecta unidad y el conocimiento de que no hay nada más: nada fuera de esta unidad, ni nada dentro”. 

Santi, desde su conciencia, estaba con la actitud de la maestra. La conciencia de la unidad identificaba a todas las almas como participantes de una misma realidad. Eran iguales a todos los efectos. La separación, por motivos económicos, era una artificiosidad que no pertenecía a la creación. 

Su corazón vibraba con esa verdad que le envolvía. La sentía desde lo más profundo del ser. Ese respeto y admiración por los demás era el respeto y admiración por él mismo. La conciencia de la unidad rompía todos los esquemas de dominación, de distancia, de lejanía y de superioridad. No existía de ninguna manera. Por ello entendía, de una forma mejor, ama a tu prójimo como a ti mismo. El prójimo y uno mismo era lo mismo. 

Esa conciencia de unidad vibraba en todos sus poros. Por fin, encontraba el camino hacia su interior. Se comprendía, a sí mismo, mucho más cuando comprendía a los demás. Una riqueza infinita. Estudiaba al mismo ser. La paz descendía y notaba que su corazón entero se alegraba.

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