David estaba escuchando aquella conferencia que lo tenía entusiasmado. Le había suscitado el interés. No perdía palabra de aquella precisa y acertada exposición. Toda una sabiduría que llegaba a sus oídos. De pronto, una frase se destacó en el discurso: “la mente no es un cubo para llenar, sino un fuego que hay que encender”.
Le atrapó la idea, la expresión y las metáforas que desarrollaba. La mente pasaba de ser un cubo vacío a un fuego para encender. Lo del cubo vacío le sonaba a algo donde se van depositando cosas y se llena. Y cuando se llena, hay que tirarlo. La metáfora del fuego era novedosa. Y no era un fuego ya en sí. Había que encenderlo. La mente estaba preparada para arder si se la encendía.
En la enseñanza pasiva, receptiva, se exigían a mentes atentas para ser orientadas y para recibir una serie de conocimientos. No se exigía de la mente nada más que atención y obediencia. No se esperaba más que devolvieran esos conocimientos en forma de vaciar la papelera. Volcar lo recibido en un papel. Era una forma de concebir la enseñanza.
La mente, como fuego, provocaba un símil totalmente opuesto. Se comparaba a un coche que se ponía en movimiento al efectuar el arranque y, con ello, el encendido. Un coche en movimiento tenía el poder de trasladarse, de arrastrar, de cargar, de llevar energía y de facilitar la vida en los trayectos.
También se podía comparar con un globo al que hinchaban porque encendían el fuego y elevaba el calor del aire interior. Con ello, lo hacía ascender a las alturas. El globo tenía una visión distinta del paisaje. La vertical le abría su campo de visión. Todo cambiaba. Todo se abría. Todo se revelaba desde las alturas del globo. Un placer y un descubrimiento.
El fuego también se hallaba en el horno. Unos tipos de hornos hacían cocer y cambiar la estructura de las masas que ponían. Otros hornos, con un grado de calor elevado, fundían las materias sólidas y las convertían en líquidas. Las depuraban, las fundían, y creaban nuevas materias. El fuego, sin lugar a dudas, cambiaba mucho la visión de la vida.
Con el fuego, avanzó mucho la humanidad. La frase resonaba en la mente de David: “la mente no es un cubo para llenar, sino un fuego que hay que encender”. El cambio era radical. El fuego estaba haciendo estragos en su pensamiento. El fuego también era el espíritu supremo de cada ser.
El punto que más lo centraba era la acción de encender. “La mente era un fuego que había que encender”. Tenía la posibilidad de arder, pero había que encenderla. Estuvo pensando mucho sobre este punto. Se lo puso como tarea de meditación. En ese fuego notaba que la vida se desarrollaba. En ese fuego estaba la esencia del vivir, del existir, del fluir y del sentirse vivo.
Era vital para todos y cada uno. Repasó su vida. Observó cómo en momentos puntuales de su vida, esa chispa se encendió. El fuego le prendió sin darse cuenta. Cierta tarde, estando en aquel club de jóvenes, al abrigo de una organización juvenil, un muchacho vino a pedirle un favor a David. Le pidió que le facilitara bailar con una de las chicas.
Todas las chicas le decían que no deseaban bailar con él. David entendió la situación de aquel muchacho. Era el secretario de aquel grupo de jóvenes. Le ofreció su ayuda. David reflexionaba a qué chica le iba a pedir el favor de bailar con aquel muchacho. Miró en su mente, a su alrededor, y sus ojos se posaron en una de ellas.
Se sintió cómodo, en su interior, en tal circunstancia. Iría a pedirle a ella el favor. Se dirigió a ella. Le comentó la incidencia. La chica le contestó que no había problema. A ella nunca se lo había pedido el muchacho. David estaba contento. Se fue feliz, alegre, entusiasmado. Le dijo al muchacho que, al siguiente baile, podía bailar con aquella chica.
Lo que no sabía David era que, aquella contestación, aquella naturalidad de aquella chica, le había encendido la llama de la mente y la llama del amor. La idea de hacer un favor le hizo pensar en la chica que lo podía ayudar. Le dijo que sí. Y realmente le ayudó en toda su vida. Aquella chica abierta, sencilla, sincera y cordial le había encendido, con su bondad, la llama del fuego del corazón.
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