Pablo se reía de sí mismo en un ejercicio tranquilo de desagravio. En muchas ocasiones, se había tildado de “tonto”. En ciertas circunstancias había empeñado su palabra y, pasado cierto tiempo, se dio cuenta de que estaba completamente equivocado. Se contrariaba y se preguntaba en qué estaría pensando para hacer dichas decisiones desafortunadas.
Con aquellas lecturas que estaba realizando se daba cuenta de que disponía de un cerebro literalmente separado en dos: El hemisferio izquierdo y el hemisferio derecho. Los unía el cuerpo calloso. Pero, ambos hemisferios eran completamente distintos y se dedicaban a funciones diferentes. Era cierto que se complementaban. Sin embargo, tenían una personalidad distinta.
La parte derecha tenía una percepción global. Veía todo lo que le llegaba en su conjunto, en su unidad, en su relación sintética. Le daba la significación a cada parte desde el conjunto. Lo captaba como una imagen. Y todas las percepciones, a través de todos los sentidos, lo hacía de una forma global y sincrónica. Y esa percepción se desarrollaba en el presente.
En sus relaciones con los demás lo captaba como un flujo de energía que se comunicaba con todo el mundo. Sentía a todas las personas como hermanos y hermanas. Era una energía global donde se fundían los unos con los otros. La sensación en ese ambiente era de perfección, unidad y belleza.
La parte izquierda tenía una percepción lineal. Captaba el detalle, muchos detalles. Trataba de organizar esos detalles. Los organizaba según sus experiencias del pasado y sus proyecciones de futuro. Disponía del lenguaje para comunicar su interior con el mundo exterior.
Establecía que era un ser diferente a los demás. La idea de diferencia hacía aparición en él. Cuando decía: “Yo soy”, se sentía único entre todos, solo entre todos, competidor con todos y la relación era de ajustes continuos y constantes para compensar todas esas necesidades de ser reconocido.
Ante esa realidad, Pablo empezaba a entenderse un poco más a sí mismo. La colaboración entre los dos cerebros se rompía en los estados de amenaza, de estrés, de ansiedad, de intensa preocupación. Por ello, en estados de relajación, de naturalidad, donde la colaboración de los dos hemisferios se realizaba, entendía mucho mejor los errores de sus decisiones anteriores.
Pablo comprendía mucho mejor los enfrentamientos entre sus dos hemisferios. El derecho le proponía la “universalidad”. El izquierdo le recordaba siempre la idea de separación, de “Yo soy diferente a los demás”. La discusión era difícil de zanjar. El derecho tenía una fuerza de atracción total. Ante esa fuerza, el izquierdo quería conocer, saber, el por qué.
No podía contrarrestar la fuerza maravillosa de atracción. Pero, no la podía apoyar porque no la entendía. Ahora con la comprensión de la diversa forma de funcionar, Pablo podía darle razones a su parte izquierda para que apoyara la idea de “universalidad” de la parte derecha.
Pablo disfrutaba de la fuerza y la maravilla de los planteamientos de la parte derecha. Era un cielo en su planteamiento. Tres palabras se le habían quedado grabadas en su mente: perfección, sentirse completo (nada faltaba), belleza. La parte izquierda, con tanto detalle atomizado, no podía captar la perfección, ni mucho menos la plenitud (nada faltaba), ni la belleza global.
Pablo notaba que la paz, la serenidad, la generosidad, la meditación, la reflexión y el deseo de comprensión, desarrollaban la parte derecha de su cerebro. Le dijo, a su parte izquierda, que hiciera todos los planes para organizar todo con ese objetivo. No habría nunca más una discusión interior. Ante la duda, el derecho siempre tendría razón.
El flujo de energía, donde todos nos sentíamos uno con todos, era la auténtica realidad que le pedía, con insistencia, su corazón.
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