lunes, diciembre 5

LA DICHA DE LA UNIDAD

Juan estaba en casa de sus hermanos. Habían comido. Buenas conversaciones, ambiente agradable y muchos momentos dulces y hermosos. El tiempo se disfrutaba de muchas maneras. De pronto, unos sonidos de lloros interrumpieron la algarabía de la casa. El bebé de dos meses y medio se había despertado. Lo sacó la mamá.

Lo abrazó tiernamente. Lo depositó sobre una mesa con una toalla cubriéndola. Allí, el bebé, con la sonrisa en sus labios, ofrecía su alegría a todos los presentes. La mamá procedió a cambiarlo. Las luces de la lámpara brillaban sobre sus ojos. Un arranque de alegría y de ciertos gorjeos por el bienestar aparecían en su garganta y en su boca. 

Todos los que se acercaban recibían del bebé la correspondiente sonrisa. Solamente la visión de una cara alegre, le hacía alegrar la suya. A todos y a cada uno de los presentes les regaló su sonrisa. Juan gozaba de aquella visión tan sencilla y cotidiana. Todos probaron a estar con el bebé. Cada uno le dedicó sus palabras, sus sonrisas, sus caricias y sus ternuras expresadas de muchas formas. 

El bebé no hacía distinción. El pasaporte de la sonrisa le hacía activar su alegría y les dedicaba, con su mirada, el mensaje de que aceptaba y devolvía aquella alegría que le regalaban. Juan entendió la hermosa experiencia de la unidad. Todos eran uno para el bebé. Pensó que era radicalmente distinto el campo del “ego” y el campo de la “unidad”. 

El campo del ego se trillaba con la soledad, con centrarse en uno mismo, con miedo, con temores, con desconfianza, con distancias de los demás. Las diferencias se hacían evidentes. Las comparaciones eran comunes. Así que siempre había alguna incidencia para destacar. “Estos me quieren”, “aquellos no me aceptan”. “Unas personas me valoran, otras, no”. Era el juego del “yo” contra el mundo. 

En cambio, en el campo de la “unidad”, no había comparación, no había miedo ni soledad. El temor se diluía frente a la confianza. La aceptación de todos estaba asegurada. Todos eran importantes. Sentían en sus corazones principios maravillosos: “tu felicidad es mi felicidad”, “tus éxitos son mis éxitos”, “tu alegría es mi alegría”. Así el gozo de uno era el gozo de todos. La unidad los envolvía y los amaba. 

Juan sacaba lecciones de los esbozos de la vida. Aquel bebé viviendo en la “unidad” aceptaba a todos. Cada uno, en su corazón, tenía la oportunidad de elegir entre el campo del “ego” y el campo de la “unidad”. Y era maravilloso ver, en aquella tarde, la cara del bebé recibiéndolos en el campo de la “unidad” con sus ojos vivos, despiertos. Con sus mofletes sonrosados y abiertos. Era un gozo ver su sonrisa. Era una felicidad ver su amor sin comparar. 

Juan, por la noche, estuvo pensando en ese incidente. Pensaba en esas ideas maravillosas que le atraían: “Cuando sientas que la santidad de tu relación con alguien se vea amenazada por algo, detente de inmediato, y, a pesar del temor que puedas sentir, ofrécele al Espíritu Santo tu consentimiento para que Él cambie ese instante por el instante santo que preferirías tener”

“Él jamás dejará de atender tu ruego”.

“Pero no te olvides de que tu relación es una unidad, y, por lo tanto, es inevitable que cualquier cosa que suponga una amenaza para la paz de uno sea asimismo una amenaza para la paz del otro”.

“No olvides que es imposible que el instante santo le llegue a uno de vosotros y no al otro”.

Su sobrino, con tan corta edad, le había enseñado una lección profunda y natural. La “unidad” es genuina, natural, espontánea, feliz, agradable, dichosa y genial. Así se cumplía esa expresión: “la alegría compartida era doble alegría”. “La adversidad compartida era la mitad de la adversidad”. La “unidad” tenía su poder, su amor y una dichosa y maravillosa canción.

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