Abel buscaba, en su interior, comprensiones para poder entender aquella afirmación. Inicialmente le había dejado pensando. El ser humano es un ser que puede aprender. Esa es su capacidad intrínseca de ser humano. Pero, ahora, chocaba con una realidad que no acertaba a entender. Había algo vital en la vida que no debía aprender. Era una cualidad intrínseca.
A pesar de la vulnerabilidad que el bebé humano manifiestaba, Abel se maravillaba de las cualidades que ese bebé humano traía a la vida. Una de esas cualidades era la capacidad de succión. Nunca pudo olvidar esa capacidad en el nacimiento de sus dos hijas. Nada más nacer, pasados unos momentos oportunos, se ponía el bebé al pecho y empezaba la succión.
La vida tenía sus caminos que sorprendían mucho a Abel. Ese era uno de ellos. El cordón umbilical se cortaba. Pero, la capacidad de succión aparecía y continuaba comiendo de la madre. Ahora, con su propia colaboración. Eran momentos donde la vida brillaba en todo su esplendor.
“El amor no era algo que se podía aprender”.
“Su significado residía en sí mismo”.
“Y el aprendizaje finaliza una vez que has reconocido todo lo que no es amor”.
“Eso es la interferencia; eso es lo que hay que eliminar”.
“El amor no es algo que se pueda aprender porque jamás ha habido un solo instante en que no lo conocieses”.
Abel pensaba y pensaba. Su reflexión se expandía. Su mente calculadora se ponía en funcionamiento. Debía admitir el amor como una componente esencial de su vida. Era reconocer ese elemento vital y consustancial al ser. Y, sin embargo, por desconocer esa verdad, en muchas ocasiones, se había ahogado en dilemas interiores.
En momentos se debatía cuando le indicaban que era demasiado bueno y permitía muchas cosas. Debía exigir, imponer respeto, dejar clara su línea. Dar a entender quién mandaba. En otros, sabía que no había fuerza para restablecer el equilibrio como una palabra bien dicha, una caricia respetuosa, una palabra de amor bien dirigida y una mirada de compresión sentida.
Terrenos, en ocasiones, dispares, enfrentados, con planteamientos opuestos. Y, ahora, descubría que el amor no se aprendía porque estaba entretejido en todas sus células, sus poros, sus dedos y sus manos siempre activas. Su mente sola iba en pos de quimeras. Su cuerpo, sabio, contenía el amor que todo lo hacía funcionar de maravilla.
Abel empezaba a ver claridad en su mente. Agradecía, en su alma, ese descubrimiento que le llevaba por los caminos de la sabiduría. Era como dejar que ese amor que recibió de niño y le sirvió para crecer y superar los inconvenientes de salud de pequeño, siguiera floreciendo en sus pensamientos, en sus proyectos y en las ideas de cada día.
Sólo le quedaba encontrar esos detalles donde no había auténtico amor. Sólo había amor en apariencia. “Y el aprendizaje finaliza una vez que has reconocido todo lo que no es amor”. Un buen punto en su vida. Nadie le quitaba el amor. Él mismo lo confundía y lo impedía. “Esa es la interferencia; eso es lo que hay que eliminar”.
Abel reconocía, una vez más, una constante en su aprendizaje. Todo estaba en nuestras manos. Nadie nos podía dar lo que nosotros ya teníamos en nuestro interior. Jugaba con esa metáfora en su mente: al igual que el bebé tenía la capacidad de succión, el adulto tenía la capacidad de reconocer su error y succionar del pensamiento del Creador.
En esa succión del pensamiento del Creador estaba la vida. Se reconocía el amor que era nuestra parte esencial. Se llenaba así nuestro corazón. Florecíamos con toda nuestra energía y bondad. Podíamos compartir, entonces, todo el amor de nuestro ser interior.
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