jueves, diciembre 29

TESOROS PERSONALES DE TU CORAZÓN

Juan estaba cada día más interesado en todos los avances de la medicina relativos al cerebro. La posibilidad de obtener fotografías del cerebro y descubrir las zonas afectadas tanto por lesiones físicas como emocionales era todo un logro. Por fin veía la incidencia de las emociones registradas, de una forma objetiva, en dicha fotografía. 

Recordaba el día que descubrió que las lesiones emocionales dejaban un rastro similar en el cerebro como las lesiones físicas. Las mismas zonas afectadas, los mismos daños, las mismas alteraciones. Juan tomaba en cuenta la importancia del componente emocional de la enfermedad. Nunca había entendido la importancia que le dio el gran maestro Jesús. 

En su afirmación, Jesús colocó el nivel de las emociones al nivel físico. “oísteis que fue dicho: “no matarás” pero, yo os digo que cualquiera que menospreciare a su prójimo, también es digno de censura”. Jesús añadió al elemento físico, el elemento emocional. Una frase poco comprendida en su tiempo y en muchos contextos. 

Juan recordaba las sonrisitas y ciertas burlas a esta frase al expresar que era una exageración de la sensibilidad de las personas. Escuchaba que decían que las personas no debían ser tan sensibles. Debían espabilarse y no ser tan débiles en el aspecto emocional. 

Solía callarse ante tales manifestaciones. No tenía ningún argumento en contra de ese ataque contra la emoción. Ahora, con esas fotografías científicas, ya estaba seguro de la importancia de ese cuerpo emocional en todas y cada una de las personas. La claridad había tocado a la puerta de los humanos. Una mayor comprensión se abría. 

Pascal, filósofo francés, expresó algo singular en esa línea: “toda la infelicidad del ser humano deriva de una sola causa: no poder estar en quietud en su habitación”. Era algo de lo que mucha gente de su época se mofó. La dureza de la época no entendía esa afirmación. 

Sin embargo, siglos después, en los estudios actuales, Pascal se revela como un hombre que supo ver, con mucha antelación, la incidencia de la emoción en las personas. La mente del ser humano se sentía totalmente separada de la mente universal. 

En esa separación, para sentirse bien, tenía que luchar por conseguir un estatus, un control, una posición. Así alcanzaría importancia y reconocimiento. Sentía que, si se tranquilizaba, no experimentaría la plenitud. No estaría completa. No podría conseguir la paz. Veía que para conseguir esa paz debía conseguirla fuera de ella misma. 

Concluía que para conseguirla debía tenerla en el ruido del mundo, en la lucha con los demás, en la rivalidad. Debía quitársela a los demás. Un poder depredador que eliminaba las relaciones de buena voluntad y veía a los demás como rivales y competidores. 

Juan había reparado en esa actitud en muchos momentos de su vida. En muchas ocasiones que había vivido. En muchas películas que había visto. Se preguntaba cómo podría vivir en paz una persona que trataba con tanta desconsideración a los demás, con tanto menosprecio y con tanta falta de respeto. 

La falta de paz era su retribución. Por mucho que creyera que había convencido, derrotado y humillado, su interior no le devolvía esa paz que tanto ansiaba. La mente seguía con ese ruido interior que todo lo trastornaba, lo alteraba. Ofrecía recompensas inútiles en el terreno emocional. Esas recompensas nunca se alcanzaban. 

Juan subió a un coche al que le había hecho autostop. El hombre, amable, lo recibió en su coche. En el trayecto, la conversación giró sobre el tema social. Era un empresario. Juan notó el rostro congestionado de aquella persona. Sus afirmaciones dejaban a Juan sorprendido. Le dijo que había jurado enemistad eterna con sus trabajadores. 

Definía al trabajador como persona falsa, con intereses personales, siempre presto al robo, al engaño y a sacar tajada. Juan, en sus estudios de psicología, descubría que no estaba definiendo a los trabajadores. Se estaba definiendo a sí mismo. La desconfianza era su esencia. Y obtener el mayor beneficio por métodos, no del todo, legales, su objetivo. 

Al bajar del coche, después de agradecerle su amabilidad de llevarlo, Juan empezó a respirar de una forma diferente. Sin darse cuenta, se le había ido acelerando el pulso. La asfixia que iba sintiendo se acentuaba. La incomodidad era evidente. Agradeció que su parada no estuviera lejos. Aquel señor vivía con una falta total de paz en su cuerpo y en su mente. Y esa inquietud la transmitía.

Juan descubría que esa paz y esa quietud estaba en su mente. No debía buscar, fuera de él, esos dones que vivían en su interior. Era el engaño peor del hombre: creer que los demás podían darle lo que no tenía él.

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