Gonzalo estaba con aquella historia que había escuchado y le había despertado muchos pensamientos. Se asombraba la serie de conexiones que aparecían en su mente con esa historia. La veía fecunda, ilustrativa y sintetizadora de muchas realidades de la vida. Se trataba de una niña a la que su padre sorprendió realizando un trabajo del colegio.
El padre se interesó. La niña estaba pintando un dibujo de una circunferencia mediana en el centro de una hoja. El trabajo no le pareció al padre de mayor dificultad. Sin embargo, veía a su hija tensa, preocupada, rígida un poco, y soltando suspiros de vez en cuando. Era un trabajo, según la niña, muy delicado.
El padre le preguntó cuál era el problema. No entendía que esa pintura fuera nada especial. La niña le respondió que debía pintar la circunferencia sin salirse. No podía pasar los límites. Y esos límites la cohibían, la encerraban en sí misma y no podía expresarse. Había que estar muy, muy atenta. Y si se salía, se autocensuraba.
El padre, para romper esa sensación de ahogo que observaba en la niña, le ofreció una puerta de salida a esa rigidez perniciosa. Le sugirió que podía salirse un poquito. La niña continuó. Se salió la primera vez y se sintió mal. Pero recordó a su padre y siguió. Volvió a salirse otra vez, y fue un poquito más, pero lo dejó pasar.
Sin darse cuenta, la niña empezó a proyectar su imaginación fuera de la circunferencia y le dijo a su padre: “Mira, papá, es un sol”. Al ratito, le dijo: “Papá, ahora es una flor”. La niña siguió pintando y fue plasmando, con toda tranquilidad, lo que su mente le proponía.
Gonzalo pensó mucho en esa historia. Le llamó la atención la cualidad de la autocensura que había desarrollado la niña. Las condiciones eran las condiciones y había que cumplirlas. Gonzalo pensó en una persona que conocía mucho. Se imponía condiciones que las cumplía a rajatabla. Las seguía como su camino seguro. No osaba dejar de cumplirlas.
Una de sus normas era que, una vez entraba en casa, se desvestía, y se ponía ropa cómoda, no volvía a salir a la calle. Cuando le planteaban algún cambio de planes, alguna incidencia que se había presentado, la norma estaba clara. “Me he cambiado la ropa y ya no me vuelvo a vestir”. Gonzalo no lo entendía porque él se vestía y se desvestía sin ningún inconveniente.
Veía que los límites no venían de fuera. No nos los imponían los demás. Era asunto personal. Cada mente se imponía sus límites. Y no solamente se los imponía, sino que decía que no los iba a traspasar. Era como un circuito que se hacía la mente misma. Nadie intervenía en dicho proceso. La autocensura se había establecido y funcionaba como una barra de hierro bloqueando una puerta.
Mientras la niña quería cumplir esos límites, la rigidez, la tensión, la inquietud crecía. Cuando los límites, sugerentes, pudieron ser traspasados, la niña dejó salir toda su libertad y su imaginación. Entró la libertad. Entró la estética. Aparecieron soles, flores y estrellas. El interior de la niña se proyectó en aquella hoja donde los límites se habían ampliado.
Gonzalo concluyó que era muy bueno tener límites como elementos de sugerencia. Pero, en ocasiones, esos límites eran muy estrechos según las circunstancias. Se podían ampliar y dejar que la expresión interna saliera al exterior. Para ello, veía que debía desaparecer la autocensura. Era una cualidad que nadie podía quitar, excepto la misma persona que la había impuesto.
Un día Gonzalo se encontró en la calle con un amigo. Se pararon, se saludaron y comenzó a compartirle una experiencia. Le dijo que había estado en una conferencia. El orador hablaba de la autocensura, de la culpabilidad personal y de los límites personales. Muchos de nosotros buscábamos un poco de paz y pedíamos a fuerzas exteriores a nosotros que nos perdonaran.
Lo curioso del caso, le recalcó su amigo, era que todo el mundo nos perdonaba. Pero, los únicos que no nos perdonábamos éramos nosotros. Gonzalo no pudo olvidar aquella conversación. La mayor parte de los casos las personas más duras con nosotros mismos éramos nosotros mismos.
Gonzalo dejaba escapar un suspiro de alivio. La intransigencia con nosotros mismos nos desequilibraba, nos hería, nos deshacía. Nos quedábamos como animales heridos. Sin embargo, no caíamos que la solución estaba en nuestras manos. Nosotros habíamos creado el férreo yugo de la culpabilidad, nosotros podíamos quitarlo.
Gonzalo se repetía en el fondo de su corazón: “fuimos creadores al poner ese yugo, éramos creadores para quitarlo”. Una brisa de libertad traspasó todo su cuerpo. El dibujo de la niña se había quedado grabado. En algunas ocasiones dejaría esos límites, esos condicionantes, esa culpabilidad, y dejaría salir esa creatividad, donde su ser se expresaría con toda libertad. Nunca más se autocensuraría.
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