lunes, diciembre 12

MOMENTOS DE AUTÉNTICA VERDAD

Miguel se estaba quedando un tanto perplejo ante lo que estaba leyendo. Elisabeth Kübler-Ross era médico y tanatóloga, es decir, especialista en la muerte. A lo largo de su vida había acompañado, en los últimos momentos, previos a la muerte, a cientos y cientos de personas. 

Se había acercado a esos momentos con la claridad y especificidad de la ciencia y con el cariño de una persona llena de amor por esas personas en sus finales suspiros. 

Una mezcla de ciencia y amor que comprendía, en su mayor extensión, dicho fenómeno. A todos nos entusiasmaba el nacimiento de un ser. Ella asistía a esos momentos por el que todos también pasaremos: el final de nuestro cuerpo. 

Su atención, su preocupación por su bienestar, su tranquilidad al escuchar sus peticiones, sus reflexiones, sus anhelos, sus suplicas, le habían dado mucha información y mucha experiencia de ese momento especial. Hoy en día, todos aquellos que tratan con enfermos en su tránsito final, enfermeros y médicos, leen sus libros para entender y comprender mejor esa etapa. 

Ella destacaba dos aspectos que eran comunes a esos enfermos terminales. Al ser conscientes del final de sus vidas sentían dos cosas de manera especial: 

- No haberse reconciliado con un ser querido. Pequeñas incidencias habían roto la comunicación y descubrían que eran detalles nimios, sin importancia. La unión era más importante que las divergencias. 


- No haberse atrevido a arriesgarse más en sus vidas para la realización de sus proyectos internos. Habrían superado ese miedo inicial que tenían. La vida era una oportunidad para vivirla en su plenitud. 


Miguel comprendía aquella afirmación: “el calor de las personas era más importante que tener razón”. “Estar unidos era más importante que imponer criterios”. “Sentirse solidarios era mejor que criticar no sé qué”. La sensación de unidad era vital para el alma humana.

Comprendía mejor la afirmación de Jesús: “oísteis que fue dicho no matarás, pero yo os digo que aquel que menospreciare a su hermano recibe también su merecido”. Durante mucho tiempo lo había clasificado dentro de la condenación. Ahora, Miguel entendía que no se trataba de condenación. Se trataba de una propuesta genial. 

Dañar de una manera desconsiderada a una persona era dañarse a uno mismo. Hacer sentir mal a alguien era hacerse sentir mal a sí mismo. Ese sentido de unidad era vital. Ahí radicaba la felicidad, la comprensión, el cariño y el apoyo. Le llegaba al alma esa reflexión de las personas próximas a su fin. 

Veían, con una mejor claridad, la falta de la persona, la ausencia de la persona, el cariño de la persona. Iban a partir, pero sentían que no estaban completas. Miguel incorporaba, en su vida, esa reflexión y esa plenitud. No era necesario llegar al final para decidir sentirse completo. Las pequeñas incidencias de la vida eran eso, pequeñeces. Lo importante era la unión de las personas.

Lo importante era la relación, el apoyo, la unión y la alegría de compartir. Una persona era un trozo de esa alma universal. Miguel cerraba sus ojos. Una lágrima caía por sus mejillas. Iba a ser más cuidadoso en sus relaciones. Y aquellas personas con las que había tenido alguna discrepancia, si cabía, trataría de pulir las diferencias. Su amistad y su cercanía eran oro puro para su conciencia. 

Un profundo sentimiento de gratitud se elevaba hacia el cielo. Los escritos de aquella doctora le hicieron mucho bien. Compartir sus experiencias, un conocimiento vital. Hablar de los últimos instantes, un amor total. Era un reflejo nítido y claro de nuestra propia realidad: todos somos una unidad.

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