Josué se sorprendió mucho. Aquella llamada telefónica le había dejado totalmente fuera de lugar. Una voz con mucha confianza le hablaba y le recordaba hechos de sus dieciséis años. Habían pasado cincuenta años de los mismos. Sin embargo, tenían el poder de revivir hermosos recuerdos y hermosos sentimientos vividos en aquellos años.
La voz se identificaba como uno de sus amigos. Habían dejado de verse unos años después. Sus destinos en la vida fueron muy diferentes. Josué dejó la ciudad y continuó su periplo. Nunca más tuvieron ocasión de verse, hablarse, saludarse y recordarse.
A pesar de todo, el aprecio interior quedaba indemne a pesar de los años que habían pasado. Josué se regocijaba. A pesar de todas las experiencias, nada pudo ocultar, sepultar, obstruir, aniquilar aquel sentimiento natural que había nacido entre ellos: Una amistad maravillosa.
Por ello, entendía aquel párrafo que estaba leyendo: “Las mentes que están unidas y que reconocen que lo están, no pueden sentir culpabilidad. Pues no pueden atacar, y se regocijan de que así sea, al ver que su seguridad reside en eso hecho feliz. Su alegría radica en la inocencia que ven”.
“Y por eso la buscan, puesto que su propósito es contemplarla y regocijarse. Todo el mundo anda en pos de lo que le proporcionaría alegría, según cada uno lo define. No es el objetivo en sí lo que varía. Sin embargo, la manera en que se ve el objetivo es lo que determina la elección de los medios, y lo que hace que estos no puedan cambiar a no ser que se cambie el objetivo”.
Josué se regocijaba de constatar esa unión que se había quedado como una ligazón, como un eslabón entre su mente y la de su amigo de hacía muchísimos años. La vida le volvía a sorprender. Las mentes unidas gozaban de una felicidad difícil de expresar con palabras.