Las ciencias me atraían mucho. Me encantaban las matemáticas, la física, la química. Eran materias que me respondían. Muchos domingos por la mañana me abrían la mente con la realización de ejercicios de estas materias.
Eran un campo precioso. Ofrecían claridad. Conceptos bien definidos. Leer los ejercicios, comprender sus requerimientos y llegar a la solución que planteaban era un proceso maravilloso que me dejaban totalmente satisfecho. Disfrutaba su estudio y su resolución.
Disfrutaba las clases. No me perdía una por nada del mundo. Cada paso nuevo me abría un nuevo sendero de descubrimiento, de goce, de encanto y de encuentro. Delicias sin iguales iban produciéndose en el desarrollo, en el conocimiento y en las condiciones de cada situación.
Las matemáticas me atraían y me subyugaba su comprensión y su extensión en mi mente. Podría decir que era un hombre de ciencias. Sin embargo, en estos primeros momentos de mi formación, no me encerraba solamente en las ciencias y trataba de desarrollar la parte humanística de las letras con amplitud también.
Valoraba la expresión, la precisión, el pensamiento y la filosofía subyacente a cada escrito, a cada pensamiento, a cada comunicación. De haber tenido que elegir en aquellos momentos, sin duda, hubiera elegido una rama de ciencias.
Pero la vida te da sorpresas y te ayuda a tomar decisiones siguiendo otras direcciones. Un profesor mío me informó que en algunas instituciones tenían falta de profesores de Filología. Una propuesta que implicaba poder acceder a la docencia.
Esta información era de otro nivel. No se trataba de gustos. Se trataba de posibilidades de trabajo. Me volqué a la filología con pasión. Me encantó la lingüística como ciencia del lenguaje y siempre llevé a mis estudios toda la precisión que podía.
Casi sin darme cuenta, pasados dos años de estudios cierto sentimiento de mi pecho me decía que estaba alcanzando una comprensión de las letras, una comprensión del alma humana, una compresión de la persona en unos niveles insospechados.
Muchos elementos humanísticos que no eran considerados en las ciencias por no ser objetivo de ellas, fueron brotando en mí. Mi visión se fue ampliando y completando. La experiencia me fue mostrando un camino que yo, por desconocimiento, no estaba realmente considerando.
Mi libertad quedaba, por tanto, reducida a mi experiencia y no conocía esos elementos interiores que conformaban mi esencia y mi ser. Mi amplitud de pensamiento me permitió desarrollar en mí posibilidades insospechadas.
En esa misma línea me hacen pensar los siguientes textos que alumbran nuestra zona más íntima de nuestra realidad.
“Las enseñanzas del Espíritu Santo apuntan en una sola dirección y tienen un solo objetivo. Su dirección es la libertad y Su objetivo es Dios.
“El Espíritu Santo, no obstante, no puede concebir a Dios sin ti porque no es la Voluntad de Dios estar sin ti”.
“Cuando hayas aprendido que tu voluntad es la de Dios, tu voluntad no dispondrá estar sin Él, tal como Su voluntad no dispone estar sin ti”.
“Esto es libertad y esto es dicha”.
“Si te niegas esto a ti mismo, le estarás negando a Dios Su Reino, pues para esto fue para lo que Él te creó”.
La vida siempre nos proporciona sorpresas para descubrirnos a nosotr@s mism@s.
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