Javier pensaba, de vuelta a casa, en las palabras que su jefa de departamento le acababa de decir. Tenía que jubilarse. La edad le había llegado y era mejor que aceptara el descanso.
Ella sabía que a Javier le hubiera gustado seguir dos años más en el trabajo. Pero, con claridad, le dijo que se jubilara. Lo mejor era que abandonara el trabajo.
Javier se había sentido siempre muy bien con el trabajo. Todos los directores que había tenido lo habían valorado mucho. Sin darse cuenta, ponía en su trabajo toda su valía. Era metódico, comprensivo, esforzado, comprometido y ayudador.
Sin esperarlo, se veía abocado al final de su actividad sin el aprecio del que siempre había gozado. Javier estaba dividido. Por una parte pensaba que era estupendo dejar la actividad. Por otra parte, unos dos años le habrían venido muy bien.
Su mente trataba de parar el golpe. Un ataque a una valía centrada en el trabajo. Era la primera vez que lo recibía. Pensaba que era una orientación que la naturaleza le decía a través de su jefa de departamento. Él no la hubiera tomado.
Pero, había aprendido que la vida siempre tiene razón y que debía seguir las indicaciones que la vida le daba. Su mente le hacía jugadas de regate con el ego en danza.
Estuvo varios días, algunas semanas, con el runrún en su mente. Su valía había sido tocada sin esperarlo. Toda la vida, de forma inconsciente, le había dado a la formación un lugar destacado. Su valía estaba asentada en su formación, en su superación y en su trabajo donde volcaba todo lo que tenía y era.
Ahora, sin poder volcar, con la jubilación, todo su acervo en el trabajo, se veía desprovisto de la base de su vida, del sostén de su premisa sobre la valoración de las personas. Algo indefinido se abría delante de él.
Un día leyó un escrito y encontró algo realmente diferente:
“Escucha la parábola del hijo pródigo, y aprende cuál es el tesoro de Dios y el tuyo: el hijo de un padre amoroso abandonó su hogar y pensó que había derrochado toda su fortuna a cambio de cosas sin valor”.
“Le daba vergüenza volver a su padre porque pensaba que lo había herido”.
"Mas cuando regresó a casa, su padre lo recibió jubilosamente toda vez que el hijo era en sí su tesoro”.
“El padre no quería nada más”.
Javier se quedó pensativo. Su valía no radicaba en su trabajo. Su valía radicaba en él. Nadie le podía quitar su valía. Todo su esfuerzo, toda su superación, toda su claridad mental le había dado una visión maravillosa del Eterno. Eso nadie se lo podía quitar.
El hijo pródigo perdió todo el dinero (el dios de este mundo) y estaba avergonzado. Pero, descubrió el tesoro eterno. Su valía estaba en él. Su cambio de mentalidad totalmente diferente a la del hijo que había abandonado la casa había vuelto, había comprendido.
El tesoro, para el padre, no era el dinero perdido sino la nueva mentalidad ganada por su hijo. Él era el tesoro de Dios.
Este dato le había pasado inadvertido a Javier durante mucho tiempo. El ego siempre había jugado sus bazas. El malestar de su hermano que no se había ido quedaba manifiesto porque pensaba en el dios del dinero. Javier ahora descubría que la valía siempre es interior.
Este pensamiento le dio paz. Aquietó sus dudas sutiles que, en ocasiones, le asaltaban. Ya podía dejar su trabajo sin ningún problema de valía amputada o no apreciada. Su valía radicaba en su interior por el apoyo del Creador.
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