Lucía había acabado su trabajo. Estaba algo cansada. La intensidad del ritmo, la atención prestada y el cuidado de no equivocarse le estaban pasando factura al final de la jornada.
Le gustaba su trabajo. Lo amaba. Pero, en ocasiones, le aumentaba la preocupación la celeridad del mismo. Todo debía ser acabado de inmediato. Todos estaban esperando. Daba la impresión de que el mundo se pararía. Bueno, ella, muy preocupada, le ponía su especial carga por su responsabilidad.
Ahora ya en la calle, caminando, relajándose, parecía que retomaba su pulso. Se recomponía por dentro. Por fuera nadie notaba nada. Respirar el aire, sentir que nada le agobiaba y palpar su libertad, realmente la elevaba. El día había terminado. Sus fuerzas se habían acabado. Pero, todo iba bien.
Se paraba ante los escaparates de las tiendas que pasaba. Una mirada a los artículos, a la belleza, a la creación y al conjunto de armonía desplegado, le hacía olvidar todas las anécdotas del día. Iba descargando y vaciándose de toda la presión acumulada.
Bajó lentamente las escaleras del metro. Se dirigió al andén. Se unió a toda la gente que iba en su misma dirección. Todos esperando el tren. A esa hora había aglomeración. Una más entre todas las almas que pululaban a su alrededor.
Llegó el tren. Esperaba encontrar un asiento para poder sentarse y descansar un poco durante el viaje. Todos los asientos estaban ocupados. Pero, se fijó en una estampa un poco peculiar. Un muchacho estaba sentado en un asiento y ocupada los otros dos con sus pies. Realmente estaba muy cómodo.
El vagón iba lleno. Nadie osaba hablar con el muchacho. Sus ropas especiales. No se podía deducir qué tribu era. Pero, tenía una aparente calma de ocupar tres asientos con su peculiar forma de estar sentado.
Lucía observó su rostro. Se fijo en su ropa, en su cuerpo, en sus gestos. No notaba nada especial para temer agresividad por parte de él. Pensó que podía dirigirse respetuosamente al muchacho y pedirle por favor que quitara los pies de los asientos. Así quedarían dos asientos libres.
Al final se decidió. Se dirigió al muchacho y le invitó a que le permitiera sentarse. El muchacho rápidamente accedió. Se incorporó. Le dejó el asiento libre y Lucía se sentó junto al muchacho y se lo agradeció:
- Muchas gracias, muy amable.
- Sabe, estoy cansado de la gente que me juzga mal por la apariencia que llevo.
- No le veo nada de raro a tu apariencia.
- Eso creo yo. Sé que soy diferente, pero no hago daño a nadie.
- ¿Y por ello estabas sentado así?
- Sí. Había decidido que si nadie me decía nada seguiría ocupando los tres asientos.
- Una decisión un poco atrevida.
- Sí, tiene razón. Era una forma de mostrar mi protesta. Pasaba por ser un chico malo. Bueno, actuaba como un chico malo. Así llamaría la atención.
- Realmente la has llamado. Pero, tienes razón. No tienes detalles de agresividad ni en tu rostro ni en tu mirada.
- Yo le doy las gracias. Soy una persona normal. No ofrezco problemas ni quiero crear conflicto. No quiero que me cataloguen y me clasifiquen como una persona rara y poco comprensiva.
- No. No lo eres. Y ahora me confirmas la impresión que he descubierto en ti.
- No sabe cómo se lo agradezco. Era lo mejor que me podía haber pasado. Encontrar a alguien que me entendiera, que me comprendiera.
- Me alegro. Un pequeño detalle, un pequeño gesto y todo resuelto.
- Pero usted se ha atrevido. Se ha lanzado. Me ha mirado. Me ha respetado. Y eso es muy importante.
- Creo que todas las personas ofrecen lo que tú has citado. En ocasiones no sabemos quién hay dentro.
- Lo sé. Por ello, he querido hacer la prueba. Usted ha sido la única persona que se ha dirigido a mí con educación.
- No creo que nos podamos dirigir a nadie sin educación. Todas las personas nos debemos un respeto los unos a los otros.
- ¡Cuánto me alegra oír esas palabras!
- ¿No es lo que recibes?
- Por desgracia no. El temor de la apariencia calla a muchas personas. Piensan muchas cosas.
- Por eso es bueno hablar, contactar, conocernos, respetarnos y apoyarnos.
- Creo que esta tarde ha valido la pena hacer este experimento. Veo que hay personas siempre abiertas, reflexivas y muy comprensivas.
- Siempre. No debes dudar de ello.
Siguieron su conversación de sorpresa, de reflexión y de los elementos básicos de las relaciones humanas. El muchacho se bajó en su parada. Lucía continuaba su viaje.
Lucía se dio cuenta que esa conversación le había hecho olvidar la tensión del día, las anécdotas sucedidas y la preocupación añadida. Se sentía libre otra vez. La mente, centrada en el muchacho, había olvidado todo.
Se sentía una mujer nueva, reconfortada. La felicidad volvía a su rostro, a su interior. La necesidad de aquel muchacho había quedado satisfecha. No era alguien que pasaba desapercibido, que despertaba sospechas. Era un ser natural que necesitaba el respeto y el aprecio como cada mortal.
Durante el día, Lucía había echado de menos alguna sonrisa, alguna comprensión, alguna frase animadora. Ahora, de vuelta a casa, el final del día le regalaba una conversación comprensiva y el agradecimiento de un alma, aparentemente perdida, pero en el metro encontrada.
Momentos que nos sorprenden por la naturalidad, por la frescura, por el respeto, por la admiración que un humano puede dar a otro humano y llenarlo con su presencia.
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