Carlos estaba pasando un mal momento en su vida. Su madre y su tía habían tenido un enfrentamiento y no se hablaban. Su tía era hermana de su madre. Su madre era la segunda de cinco hermanas. Su tía era la cuarta.
Las dos abandonaron sus lugares de nacimiento por necesidad. Las dos habían tenido que buscar, lejos de su hogar, el desarrollo del suyo propio. Las dos habían enfrentado muchas carencias y muchas dificultades.
Carlos recordaba los viajes que hacía al coche de línea para darle al conductor un paquete para su tía. Su madre conseguía medicinas que necesitaba su tía. Iba al médico. Le recetaba la medicina como si fuera para mi madre. La sacaba en la farmacia y se la enviaba.
El seguro de su tía no cubría las medicinas. Las restricciones económicas eran severas. Así que debían buscar caminos para ayudarse. Su madre no lo dudaba. Ponía su mente a trabajar para buscar la manera de ayudar a su hermana.
Las cartas se sucedían. Se comunicaban. Se apoyaban. Se querían y siempre sabían las noticias. El tiempo fue pasando. Las situaciones económicas mejoraron. Ya no hacía falta ese apoyo tan continuo que en el pasado había funcionado. Las cartas llegaban más tarde, de tanto en tanto.
Cierto día llegó el padre de Carlos a casa y no se creía lo que había visto. Caminando por la acera de una calle vio a la hermana de su madre con su esposo. El padre de Carlos se quedó estupefacto. No sabían nada de que su tía había llegado a su ciudad.
No habían recibido ninguna carta, ningún aviso, ningún comentario. La madre de Carlos se sintió totalmente sorprendida. No era posible lo que su esposo le estaba contando. Según ella, no había sucedido nada entre ellas para dejar de hablarse ni estar contrariadas.
Una situación incómoda y enojosa. En casa no daban crédito. La comida de aquel día no tenía la alegría habitual. La noticia había helado los ánimos y los buenos sentimientos. La buena relación entre las familias se había roto sin motivo alguno.
Por la tarde, alguien de la casa de la hermana mayor de la madre de Carlos les visitó. Entonces se enteraron de lo que estaba pasando. Una de las primas de Carlos le dijo a su madre que la hermana que había venido estaba disgustada por un enfrentamiento que había tenido la madre de Carlos con su madre, es decir, su abuela.
La abuela de Carlos había comentado con sus hijas el inconveniente que había tenido con la madre de Carlos. Una situación que debería haber quedado en el corazón de la abuela de Carlos. Y esta hermana, al enterarse, tomó posición en contra de la madre de Carlos.
No se lo dijo por carta. No se lo comunicó. Así que la madre de Carlos se quedó sorprendida. Entendía que era cosa de ella y su madre. Nadie tenía que tomar ningún partido. Pero, la libertad era suprema y la tía de Carlos había tomado partido.
La madre de Carlos se contrarió. Pensaba que algunas cosas no debían salir de la boca de algunas personas. Las relaciones se enrarecieron. Dos hermanas que habían estado muy unidas ahora estaban enfrentadas por una tercera persona. Esa tercera persona era su propia madre.
La tía de Carlos partió a su ciudad sin visitar a su hermana. Carlos se entristeció. Tenía un buen recuerdo de ella cuando años atrás había estado en su casa. Lo habían tratado muy bien. Había tenido una experiencia genial.
Recordaba que vivía en un décimo piso sin ascensor. Todo un esfuerzo para llegar a las alturas. En casa, tenían un papel para anotar todas las cosas que necesitaban. No podían darse el lujo de olvidarse de nada. Diez pisos de altura disuadían de cualquier olvido.
En ese piso vivían un matrimonio realquilado. Tenían su habitación. Reducían su vida a su espacio. Solamente, en algunos momentos, iban por la cocina para hacerse la comida.
La tía de Carlos fumaba. Carlos estaba impresionado. Ninguna de sus tías lo hacía. Eran épocas donde las mujeres apenas fumaban. Su tía le dijo que era para quitarle el apetito. Tenía muchos kilos demás y pretendía controlarlo con el tabaco. Carlos no opinaba ni sabía nada al respecto.
El tío de Carlos era castellano viejo. Una buena presencia, un policía nacional, un excelente mecanógrafo, una velocidad endiablada escribiendo a máquina. Un señor autoritario. Todo lo dominaba en casa. La tía de Carlos compró unos melones en la frutería. Le dijo a Carlos que no le dijera nada a su espos. Ella sabía lo que hacía.
Carlos comprobó que el control era fuerte, férreo y preciso. La falta de confianza era natural. Cada persona tenía su orientación. Una cierta libertad era necesaria. Pero, la tía de Carlos lo eludía cuando podía.
Los quince días que pasó Carlos con sus tíos le supieron a gloria. Todavía recuerda muchos lugares que su tío le enseñó. Le llevaron a ver un espectáculo sobre hielo. El cartel decía: Holiday on ice. Carlos lo grabó en su mente. Sobre el hielo vio la representación del Lago de los Cisnes. Una función maravillosa.
Todo ello se acumulaba en su mente con el enfrentamiento que su madre tenía con su tía. En casa había contrariedad. Se creyó que lo mejor era ponerlo por escrito y enviarle a su tía una carta con sus visiones. Inicialmente se vio como la mejor solución.
Pero, tras recibir la carta de la tía de Carlos, la situación se fue enrareciendo. Las repetidas cartas no lograban desbloquear la situación. Carlos sufría. No podía disociar a su madre de su tía. No entendía a su tía. No entendía a su abuela. No entendía nada.
Pasado el tiempo, los padres de Carlos decidieron visitar a su abuela. Fueron al lugar de origen. Al llegar, descubrieron que la tía de Carlos había pensado lo mismo. Las dos hermanas estaban en el mismo piso.
Se vieron. No se saludaron. Estaban calladas las dos. Carlos acentuaba su tristeza todavía más. Por la mañana, se levantó. Vio a su madre sentada en la silla del comedor al lado del pasillo. Giró la vista y vio a su tía sentada en la silla del comedor del otro lado del pasillo.
Una escena triste. Un juego triste. Un pulso entre las dos. Nadie iba a dar su brazo a torcer. Parecía que era rebajarse. La tensión se palpaba en el ambiente. Carlos veía la escena y se helaba. Las necesitaba a las dos. Quería a las dos.
No sabía qué hacer. Los días que iban a transcurrir serían tensos en la casa. El silencio parecía que era el invitado mayor. De pronto, apareció la abuela de Carlos. Entró al comedor. Sintió el silencio que cortaba el aire. Cogió la mano de la madre de Carlos, cogió la mano de la tía de Carlos y les dijo: “por favor, daos un beso”.
Sin mediar palabra, las dos se abrazaron, lloraron y se desahogaron. Carlos se vio sorprendido por aquella efusión. Se habían arreglado sin palabras. Nadie había intervenido. La abuela de Carlos hizo su función. Las hermanas, como habían hecho toda la vida, obedecieron a su madre y superaron el enfrentamiento.
Carlos descubrió que un error no se puede solucionar en el mismo plano que ocurrió. Las palabras, las ideas, las actitudes, ganar, perder, todo eso se desarrollaba en el plano del enfrentamiento. Ninguna palabra de ese plano podía encontrar la solución. Siempre había un perdedor en ese plano y un ganador.
Su abuela había renunciado a ese plano. No se necesitaban palabras. No había ni perdedor ni ganador. Había unos afectos, unos lazos de amor entre todas ellas indiscutibles. Y con la fuerza del amor se acabó toda discusión. Carlos vio la paz en la cara de su madre. Vio la alegría en la cara de su tía. Carlos sintió caer un peso de su interior. Todo solucionado.
Una lección que nunca olvidó. Entendió que las soluciones a los enfrentamientos tenían que venir de otro nivel. Y ese descubrimiento le ayudó mucho en la vida para superar muchos reveses.
Al ponerse en el nivel de la comprensión, del amor y de la ayuda, la relación tomaba una visión totalmente distinta. Sin lugar a dudas, era más feliz, clara y verdadera.
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