jueves, abril 21

MÁS ALLÁ DE . . . HAY UN CAMINO MEJOR

Carlos bajaba las escaleras del metro aquella tarde-noche. Una gran cantidad de personas se cruzaban. Las diversas bocas estaban muy concurridas. 

La gente salía del trabajo. Se dirigía a sus casas, a sus momentos de ocio, a su siguiente lugar. Grupos de personas llenaban los diferentes tramos de aquellos largos pasilllos. Todos en movimiento.

Llegó al andén del metro. Esperaba la llegada del tren. Dos filas se fueron formando a lo largo de su longitud para entrar por las puertas una vez que se abrieran. Antes debían separarse de la entrada y dejar salir a las que descendían. 

Aglomeración conocida en dichos momentos por todos los usuarios del transporte urbano. No había problema de ningún tipo. Todos colaboraban y todos se ayudaban con agrado para lograr su objetivo de desplazamiento. 

El tren se paró. Se abrió la puerta delante de Carlos. La gente se apartó de una forma extraña ante la puerta. 

Sentado justo en la puerta, había un joven de unos 23 años en forma de Buda, Las rodillas en el suelo y los pies recogidos hacia el centro interior. No se podía entrar de forma fluida. 

Todos fueron con cuidado y no tocaron al joven. Entraron, se alejaron todo lo que pudieron. No dijeron nada. Todos callados. No querían ningún problema ni ningún altercado.

Carlos entró por el lateral que le dejaba y se puso entre las dos filas de cuatro asientos reservados a las personas mayores. Todos se acomodaron como pudieron en la aglomeración. El muchacho continuaba sentado con su posición de Buda.

Carlos sentía cierta tensión en su interior. No veía ninguna solución. Temía que, de un momento a otro, se produjera un altercado y la violencia estallara en una discusión agria y de enfrentamiento. 

Carlos buscaba en su mente alguna solución, alguna alternativa para zanjar aquel sinsentido. Todos aglomerados. Todos apretados. El joven sentado en el suelo. Todos pensaban en sus cabezas la absurda posición que ofrecía aquella persona. 

En esos momentos donde el silencio se cortaba con un afilado cuchillo, una señora de unos cincuenta años habló con voz clara, firme y decidida. Se dirigió al muchacho y le dijo: 

- Aquí estás. Actuando como una persona negligente. Tú estás avergonzando a tu madre. ¡Qué pena de madre! ¡Qué pena de hijo! Si te viera tu madre, se moría de vergüenza. 

Nadie osaba comentar nada. El muchacho no contestó ni hizo ningún gesto. Todos nos quedamos quietos, petrificados. Ignorábamos su reacción. 

La mujer no se había comido la lengua. No sentía temor. No sentía ningún problema. Su tono y su reflexión caían por su peso. La señora reposó un poco y tomó otra vez la palabra: 

- ¡Anda! ¡Levántate! Deja ya de avergonzar a tu madre y compórtate. 

Todos expectantes. ¿Seguiría callado el muchacho? ¿Le replicaría? Los segundos iban pasando. El silencio se cernía sobre las mentes. Y, ante el asombro de todos, se fue lentamente incorporando. Se diluyó entre la gente y, sin decir nada, siguió con el flujo de personas sin hacerse notar. 

Carlos no se lo podía creer. Constató el poder de una mujer que era madre. Constató la energía y el poder de decisión y de influencia que tuvo con aquel muchacho rebelde y provocador con su posición. Una mujer con unas palabras logró lo que los hombres hubieran sido incapaces de lograr si no hubiera sido con pelea. 

Carlos pensaba que, incluso si hubiera venido la policía, el desalojo no se hubiera producido con tanta naturalidad. El muchacho, por sí mismo, cambió su mente y retomó su comportamiento normal.

Carlos pensaba que más allá de la fuerza hay un camino distinto, diferente. Se dio cuenta de que todo no se podía solucionar con la imposición. Aquella mujer, con sus palabras, sin mover un músculo, fue capaz de entrar en su interior y hacerle ver la trascendencia de su actitud. 

En todo ser humano hay una madre. Hay unos sentimientos. Hay unas experiencias que se graban para siempre. Aquella mujer no le dijo que estaba haciendo mal. Aquella mujer no le atacó a él personalmente. No lo insultó. 

No le dijo la barbaridad que estaba haciendo. Aquella mujer le recordó que estaba poniendo en evidencia a su madre. Su madre no aprobaría dicho comportamiento. Su madre estaría avergonzada de él. 

El muchacho se olvidó de su rebeldía. Dejó de lado su frontalidad. Dejó caer su rabia y su lucha interior. Ya no se trataba de él. Se trataba de su madre. Se había puesto en cuestión el papel de su madre. Y, como ser humano, criado por los brazos amorosos de una madre, la recordó y no quiso dejarle en su vida este equivocado comportamiento.

Carlos siguió cruzando estaciones. Siguió pensando en el poder de la mujer. Se dio cuenta que se recurrió al amor. No hubo ataque personal. No hubo insultos. No hubo pelea. No hubo enfrentamiento. Solamente se había tocado el amor de fidelidad que todo humano debe a su madre. 

Carlos se dio cuenta que su madre se había desvivido por él. Y comprendió en toda su extensión los argumentos de aquella señora de cincuenta años. Y se quedó perplejo y asombrado de que, siempre “más allá de lo que ven nuestros ojos”, hay un camino mejor. 

Un camino lleno de amor que ningún hombre se atrevió a utilizar. El grupo de personas le ofreció su silencio, su respeto. Nadie lo tocó. Nadie le increpó. El silencio ayudó a la situación. Y la voz de aquella señora con esos hermosos pensamientos, le llegó al corazón. 

Nada más le quedaba integrarse en el grupo de personas y agradecer, juntamente con todos, las horas de cariño y cuidado de una madre. El amor total y completo, que nos entregó con total dedicación.

Más allá de. . . hay un camino mejor

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