Rubén no daba crédito a lo que estaba leyendo. Era la primera vez que se enfrentaba con una afirmación de este tipo. Tanto tiempo le habían repetido que era una criatura caída que había concluido por admitir que todo él era un problema.
Ahora Rubén, en su lectura, descubría que su mente era santa. Todo se removía dentro de él. Todo se ponía en guardia en su interior. ¿Era posible lo que estaba leyendo? Por primera vez escuchaba algo bueno de su existencia y de su persona como esencia.
Rubén dejó de leer. Estiraba los brazos. Se recostaba en su silla. Su mente, sorprendida, lidiaba con el nuevo concepto que llegaba a sus dominios. Era tan novedosa la afirmación que la recibía como un haz luminoso que le deslumbraba en el camino.
Se levantó. Se volvió a sentar. - ¿Cómo es esto posible? – Se preguntaba, se repetía, se ampliaba su horizonte. Era una solemne afirmación que necesitaba confirmarla con otros argumentos más sólidos.
Rubén continuó leyendo:
“Tu santa mente determina todo lo que ocurre”.
“La respuesta que das a todo lo que percibes depende de ti porque es tu mente la que determina tu percepción de ello”.
“Dios no cambia de parecer con respecto a ti, pues Él no duda de Sí Mismo”.
“Y lo que Él conoce se puede conocer porque no se lo reserva para Sí Mismo”.
“Te creó para Sí Mismo, pero te dio el poder de crear para ti mismo a fin de que fueses como Él”.
“Por eso es por lo que tu mente es santa”.
“¿Qué podría haber que fuese más grande que el Amor de Dios?”.
“¿Qué podría haber, entonces, que fuese más grande que tu voluntad?”.
“Nada externo a tu voluntad te puede afectar porque, al estar en Dios, lo abarcas todo”.
“Cree esto, y te darás cuenta de hasta qué punto todo depende de ti”.
Rubén recibía todos estos argumentos como una lluvia fuerte en su persona. Era una nueva agua, desconocida. Un sol brillante que salía por el horizonte. Una luna maravillosa que alumbraba al caminante.
Resoplaba con sus labios, con su voz, con su garganta. Movía su cabeza de lado a lado. No podía ser posible, se repetía. Y, sin embargo, algo en su interior le daba una suave y cálida bienvenida.
Los circuitos de su mente se ponían en comunicación rápida y simultánea. El ser caído se convertía ahora en la santidad de su mente y en la creatividad de su vida y de sus decisiones.
Recordaba la vida de Nelson Mandela. Muchos años encarcelado físicamente en una prisión. Pero su espíritu era libre, creativo, amante, poderoso y sensible. Aquel hombre desarrolló esa mente santa. Y supo liberar a su pueblo de la opresión y del desprecio.
Rubén recordaba las palabras de este hombre cuando tomó posesión del cargo de presidente de Sudáfrica. “El hombre no tiene miedo de su oscuridad, de sus egoísmos, de sus enfrentamientos. Parece que prefiere vivir en ese lugar. El hombre tiene miedo de su luz, de su amor, de su unión”.
Ahora Rubén vibraba con este descubrimiento de su mente santa. Todo dependía de él mismo. Rubén se daba cuenta que había creado su mundo con sus pensamientos y con sus opiniones.
Ahora, con esta seguridad, podría crear pensamientos más acertados, más encaminados a la luz del amor. Y esos pensamientos le darían una nueva visión en la vida.
Leía y releía:
“Nada externo a tu voluntad te puede afectar porque, al estar en Dios, lo abarcas todo. Cree esto, y te darás cuenta de hasta qué punto todo depende de ti”.
Rubén pensaba, digería, asumía, veía nuevos caminos, veía nueva luz, veía, sobre todo, un nuevo amanecer en su vida. Rubén empezaba a caminar en esa nueva luz que lo envolvía.
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