Germán estaba una mañana en una celebración de los vecinos de su barrio. Todo era algarabía, alegría, gozo, diversión. Cada casa había adornado su fachada. Cada familia había aportado la comida a una gran mesa dispuesta en un parque cercano.
Una comida conjunta. Todas las familias unidas. Todos charlando. Todos departían. Germán observaba que había una buena organización. Unos se divertían con juegos de grupo. Otros adornaban el lugar. Las vecinas se dedicaban a los menesteres de la comida.
Los pequeños disfrutaban con todo tipo de juguetes, bicicletas, trenes y diversos artilugios que compartían unos con otros. Las pequeñas señoritas hablando en sus corrillos de los chicos, de las señoras, de la estética y esas cosas que les interesaban a su edad.
El tiempo correspondía a la celebración. Un domingo agradable, soleado, con una brisa suave que daba la temperatura adecuada. El parque abría sus brazos y los acogía a todos con sus sombras, sus verdes, sus aguas corriendo y los susurros entre sus hojas.
Las conversaciones proliferaban. Las ayudas de unos a otros se brindaban. Una gran cantidad de acciones dentro de una excelente amabilidad entre todos. Germán gozaba con el espectáculo, con el lugar, con el tiempo agradable y con las personas que saludaba.
Se retiró a un lugar con una copa de refresco en su mano y una tranquilidad de espíritu ante la novedad del día. De improviso, un ruido discordante le llamó la atención. Una vecina gesticulaba con sus manos, con sus gritos, trataba de dirigir a un grupo de asistentes. No estaba de acuerdo con lo que hacían y al no sentirte atendida empezó a gritar de forma incontrolada.
Era una vecina sensata, muy preparada, muy dispuesta siempre a la ayuda. Tenía, eso sí, un carácter muy firme, dominante e impositivo. Al no poder imponerse se encolerizó y perdió el control de la situación, y se puso histérica. Germán se sintió muy incómodo.
En eso, se levantó un señor de unos cincuenta años y se dirigió hacia ella. Sin mediar palabra, le espetó un guantazo en la cara. Germán se quedó estupefacto. Esperaba que la reacción fuera mortal. El silencio se hizo tenso y temeroso.
Para sorpresa de Germán, la vecina se calmó. La sentaron en una silla. Y preguntó qué había pasado. Germán no lo podía creer. Fue poco a poco comprendiendo que había entrado en histeria. Y era necesario que un tratamiento de choque la hiciera retornar a su paz interior.
Germán comprendió que en el momento que esa vecina quería llamar la atención de aquel grupo, lo había hecho de tal manera que se había atacado a ella misma. Ahora comprendía mejor lo que había leído:
“Todo ataque es un ataque contra uno mismo”.
“No puede ser otra cosa”.
“Al proceder de tu propia decisión de no ser quien eres, es un ataque contra tu identidad”.
“Atacar es, por lo tanto, la manera en que pierdes conciencia de tu identidad, pues cuando atacas es señal inequívoca de que has olvidado quién eres”.
“Y si tu realidad es la de Dios, cuando atacas no te estás acordando de Él”.
“Esto no se debe a que Él se haya marchado, sino a que tú estás eligiendo conscientemente no recordarlo”.
“Si te dieses cuenta de los estragos que esto le ocasiona a tu paz mental, no tomarías una decisión tan descabellada”.
Germán, aquella mañana, entendió muchas ideas de estas palabras. La vecina había tomado una dirección inadecuada en sus pensamientos. Creía que se dirigía a los demás y se estaba atacando a sí misma.
Perdió la paz y su propia consciencia. Germán entendió que nunca ninguna circunstancia justificaba perder la paz, el amor, la comprensión y la exquisita amabilidad con los demás.
Así, con el recuerdo de aquella experiencia, las palabras del ataque se grabaron en su corazón.
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