Estudiar en la universidad había sido el objeto de mi vida. Una felicidad indecible sucedió cuando se presentó la ocasión para asistir a sus clases. Tantos pensamientos habían cruzado mi mente. Tantas ideas se habían formado soñando ese futuro.
Mis padres no podían concederme tal posibilidad. Ellos tenían necesidad de mi ayuda económica. Era el segundo y debía ayudar para que mi hermano mayor pudiera casarse. Fue desolador, aunque comprensivo, oír a mi madre decirme que si me iba a la universidad mi hermano no tendría dinero para casarse y la economía familiar se resentiría.
Como hijo comprensivo y responsable entendía la postura de mi madre. Lo primero era colaborar con la economía familiar. Así que me dediqué a estudiar, por las noches, los cursos que podía.
Llegué a casarme. Entonces, desligado de la responsabilidad de ayudar en casa, mi esposa y yo decidimos darnos esa oportunidad de pisar las clases de la universidad. Para los dos era un logro, un sueño, un deseo maravilloso. Planificamos nuestra vida. Ella trabajaría para mis estudios. Yo lo haría para los suyos.
El primer día que acudí a la universidad a formalizar mi matrícula fue una ocasión especial. Sueños, sueños y pensamientos iban a tomar forma. Iban a poder realizarse. Las emociones agradables, las sensaciones exquisitas, la alegría inmensa me desbordaba. Estaba en la universidad.
Al fin habíamos logrado nuestro objetivo. Pasaron cinco años. El último año, al final del curso, recibía la notificación de mi última nota. La escritura del profesor había dejado constancia de una nota soñada. Me había dado la nota máxima.
La felicidad se disparó por todos los lados, por todos los sentidos, por todas las emociones contenidas durante muchas noches y muchos días. Por fin, había logrado graduarme. Tenía en mis manos la acreditación de mi título universitario.
Creía que esa sensación me duraría toda la vida. Era un regalo que recibía. Un regalo regado con esfuerzo, con mucho estudio, con mucho trabajo, con mucho sacrificio, pero muy alegre, muy satisfecho, muy contento, muy entusiasmado. Ahora ya podía disfrutar de mi logro alcanzado.
A las tres semanas, noté que aquella explosión de plenitud había pasado. Una vez logrado el objetivo da gozo un poco de tiempo. Descubrí con tristeza esta ley de la vida. Los objetivos cuando se logran dejan de ser importantes.
Ahora entiendo, mucho mejor, estas líneas que siguen, estas afirmaciones.
“Debes haber notado una descollante característica en todo fin que el ego haya aceptado como propio”.
“Cuando lo alcanzas, te deja insatisfecho”.
“Por eso el ego se ve forzado a cambiar incesantemente de un objetivo a otro, para que sigas abrigando la esperanza de que todavía te puede ofrecer algo”.
Recorriendo los recuerdos, me doy cuenta que el ego no tiene ningún fin. No puede ofrecer nada. Una vez conseguido, una vez olvidado. Esa es su ley. De ahí los caprichos absurdos y temerarios.
Si quitamos el fin del ego, entonces queda un hermoso camino que fue labrado día a día, momento a momento, lleno de encanto, lleno de alegría. Lo importante no fue llegar, lo importante fue vivir el camino.
Lo importante no es llegar en la vida a ningún sitio. Lo importante es vivirla con plenitud. Ese es el tesoro del esfuerzo diario y de la vida hermosamente cotidiana.
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