Javier estaba trabajando esa tarde en los alrededores de su casa. Toda la naturaleza estaba en su apogeo. Se daba cuenta que hacía cierto tiempo que no había atendido a sus plantas, a sus flores, a sus caminos llenos de hierbas y matojos.
A Javier le gustaba pensar en el cuidado del campo porque veía su correspondencia en el cuidado de la mente. Había momentos que debía arrancar las hierbas no productivas. Debía limpiar ciertas plantas. La poda era necesaria para proporcionar nueva energía.
Así no podía dejar el campo mucho tiempo porque su apariencia se cambiaba por completo. Su inercia le llevaba por otros derroteros. El trabajo tenía que ser constante. El trabajo equilibraba al que lo hacía y a la tierra que lo recibía. Toda la energía se expresaba en una creatividad que la tierra agradecía.
Los ojos se ponían contentos. El paisaje cambiaba. Una simbiosis de tierra y alma. Una conjunción de energía de la naturaleza y energía de la estética. Javier se sentía contento. Siempre terminaba satisfecho. Siempre se preguntaba que su mente necesitaba esos cuidados tan precisos, certeros y hermosos.
Quitar pensamientos estancados. Arrancar hierbas improductivas. Podar ciertos planteamientos. Afinar su visión. Profundizar la tierra de su ser. La vida, el campo, su pensamiento, su alma, caminaban juntos en la misma senda.
Javier se sentía el cuidador del campo de su mente y de su pensamiento. Con esta visión, se acercaba a las plantas que habían crecido en su corazón. Empezaba a distinguirlas. Empezaba a comprenderlas. Y veía el camino limpio de hierbajos y matojos:
“La verdad y la pequeñez se niegan mutuamente porque la grandeza es verdad”.
“La verdad no cambia; siempre es verdad”.
“Cuando pierdes la conciencia de tu grandeza es que la has reemplazado con algo que tú mismo inventaste”.
“Quizá con la creencia en la pequeñez; quizá con la creencia en la grandiosidad”.
“Mas cualquiera de ellas no puede sino ser demente porque no es verdad”
“Tu grandeza nunca te engañará, pero tus ilusiones siempre lo harán”.
“Es fácil distinguir la grandeza de la grandiosidad, pues el amor puede ser correspondido, pero el orgullo no”.
Javier se daba cuenta de que cuando no cuidaba, en su campo interior, la grandeza la reemplazaba con otra planta insidiosa llamada grandiosidad. Los frutos eran totalmente opuestos. La grandeza resultaba del amor; la grandiosidad, del orgullo.
La grandeza del amor la podía compartir con todos. La grandiosidad del orgullo era un fruto espinoso que solo podía verse pero no ser compartido. La primera llevaba al abrazo. La segunda, a la distancia, a la soledad y a la herida. Él era el cuidador y podía desarrollar la primera y arrancar la segunda.
Un trabajo cuidadoso, lleno de atención y de mucho mimo. Unos golpes bien dirigidos para enderezar el buen fruto. El corazón agradecía esos trabajos que se tomaba Javier. Sus latidos seguían ritmos distintos según la influencia de la grandeza o la grandiosidad.
Javier se sentó en una piedra. Vio el campo delante de sí. Vio sus pensamientos. Daba gracias por tener tan claros los conceptos y tan claros los caminos. Eso era desbrozar. Eso era limpiar. Eso era ordenar. Eso era fructificar.
La alegría lo invadió. Los conceptos claros lo envolvieron. La vida le abría sus misterios y, él, como buen jardinero, aprendía de su Creador.
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