miércoles, mayo 11

VIBRACIÓN DE DIOS

Carlos era un muchacho con unas inclinaciones poco habituales entre los niños de su edad. Su madre lo dejaba ir a pasar los domingos en el colegio de los salesianos. 

Además de sus propios alumnos, esta institución tenía un apartado dedicado a los “domingueros”. Niños que no eran sus alumnos pero que los invitaban a pasar sus domingos con ellos. 

Seguían el orden del colegio. Iban a las misas por la mañana. Por las tardes cantaban o rezaban el rosario. Jugaban al fútbol por sus campos. Patinaban con patines de rueda de madera. Aprendían a montarse en bicicleta. Y como postre final, proyectaban una película al final de la jornada. 

Carlos seguía todas las normas, las costumbres y las propuestas. En algunos momentos, cuando no había nadie en el templo, Carlos bajaba a la iglesia. Se sentaba en uno de los últimos bancos. Tenía la costumbre de hablar con Dios de forma personal. 

Nadie se lo había dicho. Nadie se lo había enseñado. Era un contacto de experiencia a experiencia. Una conversación entre Carlos y la divinidad. En una ocasión, Carlos comentó su afición con unas personas mayores muy devotas. Éstas le dieron un libro de rezos de santos. 

Carlos iba ese día a ofrecer sus plegarias en su momento de intimidad con Dios. Tenía ilusión de abrir el libro de plegarias y recitarlas como lo hicieron los santos en el pasado. En Carlos bullía la nueva experiencia. Ciertos cosquilleos se manifestaban en su pecho. 

Cuando llegó el momento oportuno, bajó a la iglesia. Se sentó en su banco. Abrió el libro y empezó a recitar algunas de las plegarias escritas en el mismo. Al cabo de un rato, Carlos se sintió insatisfecho. No comprendía esas plegarias. No eran sus palabras. 

Eso le hizo descubrir que las conversaciones que solía tener con Dios eran mucho más interesantes para él que las plegarias de otros. Bajaba a la iglesia porque tenía ese sentimiento de hablar a solas con Dios. Eran momentos de encuentro. Nadie lo vigilaba. Nadie lo obligaba. Por ello, se sentía libre y muy especial. 

Él y Dios juntos. Un descubrimiento que siempre lo marcó. Carlos se sorprendía de que le gustara tanto. Se extrañaba de él mismo, pero se sentía feliz, contento y muy bien. 

Carlos, de mayor, no entendía muy bien las líneas del libro que tenía delante. Contradecían en cierta manera lo que él sentía en su niñez: 

“Tener miedo de la Voluntad de Dios es una de las creencias más extrañas que la mente humana jamás haya podido concebir”. 

“Esto no habría podido ocurrir a no ser que la mente hubiese estado ya tan profundamente dividida, que le hubiese sido posible tener miedo de lo que ella misma es”. 

“La realidad sólo puede ser una “amenaza” para lo ilusorio, ya que lo único que puede defender la realidad es la verdad”. 

“El hecho mismo de que percibas la Voluntad de Dios – que es lo que tú eres – como algo temible, demuestra que tienes miedo de lo que eres”. 

“Por lo tanto, no es de la Voluntad de Dios de lo que tienes miedo, sino de la tuya”. 

Carlos, recordando sus experiencias de niño, no entendía el planteamiento del miedo a la Voluntad de Dios. Él mismo, como niño, se había sentido atraído por esa Voluntad maravillosa. 

Sentía a Jesús como esa grandeza y esa sencillez a la vez capaz de abrazar a cualquier ser humano. Un abrazo infinito que apretaba su cuerpo con cariño como el de cualquier niño del mundo. Carlos sentía en aquellos momentos la cercanía de lo eterno, de lo divino, de la presencia de Jesús en sus adentros. 

Carlos miraba al altar, al lugar cerrado con llave, donde se guardaban las hostias consagradas como elemento de Su presencia. Su vista dirigida allí. Jesús y Carlos solos. Mantenían su conversación. Pasaban ratos deliciosos conversando. 

Carlos también se maravillaba del texto. Había encontrado algo nuevo. Siempre había considerado dos campos totalmente separados. Uno era el nivel de Dios. Otro era el nivel humano donde estaba él. Pero, la idea de que la Voluntad de Dios = es lo que tú eres, le atrapaba el corazón. 

Como niño sentía la atracción. Como adulto descubría la identificación. Era un paso cualitativo. Un paso muy importante en su vida. La distancia que sentía como niño, se disipaba como adulto. 

Somos la Voluntad de Dios. Carlos lo aceptaba en su interior. Sabía que también estaba el ego en su interior. Esa tendencia a ser autosuficiente y separado. Carlos asentía que si como niño Jesús lo atraía, como adulto Jesús lo trataba en Su mismo nivel. 

Carlos concluía que el temor del ser humano era aceptar que la Voluntad de Dios estaba dentro de él. Tantas veces se había repetido que somos personas no merecedoras de lo divino, que el simple pensamiento lo asustaba. 

Carlos quería despertar como adulto. Carlos deseaba aceptar su responsabilidad como persona madura. Lo que realmente atrae a un niño de Dios es la verdad. Por ello, quería como niño-adulto aceptar la verdad de que la Voluntad de Dios radicaba en su interior. 

Carlos siguió hablando a solas con Dios. Lo hacía en cualquier lugar. Podía ser su habitación, su casa, la cocina. Podía ser la naturaleza, una puesta de sol, un horizonte lejano en el mar. Podía ser en la montaña, un verde precioso, unos colores hermosos. 

Carlos aprendió a tener sus conversaciones con Dios en cualquier momento, en cualquier lugar. Dirigía su mirada al cielo y puestos en contacto, la charla fluía con la misma solicitud que se expresaba en el último banco del templo solitario y silencioso de su ciudad.

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