viernes, mayo 13

LA SEGURIDAD DE NUESTRA FORTALEZA

Josué se sentía tranquilo aquella mañana. Pasaba unos días de descanso en un pueblo costero del mediterráneo en casa de sus abuelos. Se había levantando feliz. Había desayunado. Se había despedido de su abuela y se había ido en busca del mar.

Había elegido el brazo largo del puerto que abrazaba toda la ciudad. En una parte de su recorrido se doblaba en curva para encontrarse con el brazo corto que salía directo desde la parte sur de la ciudad. 

En aquella curva se sentaba en la escollera formada por grandes piedras en forma de cubos de hormigón. Le daba la oportunidad de ver toda la inmensidad del mar. Un mar calmado, apacible, suavemente retozando con la brisa suave del mar en aquellos serenos momentos. 

Josué se preguntaba el porqué de aquel misterio que ejercía sobre él el mar. Su vista infinita le daba paz. Su azul claro en aquella hora reflejaba el sol a media mañana. El movimiento de las ondas que se formaban lo rodeaba con sus embelesos de historias. 

Su mente descansaba. Se relajaba. Se dedicaba a observar y perder la noción del tiempo. Una conjunción de aire, mar, agua salada, movimiento y vida confluían en su interior. De tanto en tanto cambiaba su forma de sentarse. El ruido profundo del mar golpeando los grandes bloques.

Se dejaba ir. Se dejaba mecer. Se dejaba volar en paletas de colores reflejados en el mar, reflejados en el infinito, reflejados en sus ojos. Su mirada absorbía. Su mirada abarcaba la visión. Haces energéticos de luz se daban cita en sus pupilas. 

Una sensación superior lo envolvía. Le invitaba. Le orientaba por senderos de luz y de reflejos. Una paz nueva sentida. Una tranquilidad con destellos de encanto se cernía sobre sus ojos, sus pulmones y sus poros. Vida, vida, vida sentida y vivida. 

Vida vibrante se deslizaba por los rincones de su cuerpo y de su alma. Por los pasadizos secretos de su corazón y de sus sentidos. Melodía de sensaciones en su interior. Música íntima y suave le ponía el marco en aquel lugar destacado. Sentado ante el infinito. Sentado ante el viento. 

En esos momentos de serenidad se deslizaban estos pensamientos: 

“Recuerda, pues, que la Voluntad de Dios es posible ya, y que nada más lo será nunca”. 

“En esto reside la simple aceptación de la realidad porque sólo eso es real”. 

“No puedes distorsionar la realidad y al mismo tiempo saber lo que es”. 

“Y si la distorsionas experimentarás ansiedad, depresión y finalmente pánico, pues estarás tratando de convertirte a ti mismo en algo irreal”. 

“Cuando sientas esas cosas, no trates de buscar la verdad fuera de ti mism@, pues la verdad sólo puede encontrarse dentro de ti”. 

“Di, por lo tanto:”

Cristo está en mí, y donde Él está, Dios tiene 

que estar, pues Cristo es parte de Él. 

Josué le daba vueltas a estos pensamientos. El mar le invitaba. El mar era creación del Eterno. El mar le daba una seguridad a la que su alma se aferraba. Se daba cuenta que él también era creación del Eterno. Josué se alegraba poder sentir eso en su vida cotidiana. 

No quería, oyendo el ruido del mar, que fueran pensamientos lejanos y fuera de lo concreto. Necesitaba que se hicieran vida. Vida en sus hechos y en sus pensamientos. 

Repetía para sus adentros: “Cristo está en mí”. “Cristo está en mí”. “Cristo está en mí”. Y se dejaba llevar. Se dejaba mecer en las ondas del mar que extendía sus brazos hasta él y le salpicaba con su espuma y con sus movimientos.

Josué elevaba sus pensamientos. Repetía sus palabras y sus encuentros. Soñaba. Vivía. Se alborozaba. Estaba contento. En un lugar del infinito a lo largo y a lo alto, su alma se fundía con los efluvios de lo eterno. 

Allí volaba de modo bello y admirable como águila real. Vuelos altos, muy altos. Vuelos bien dibujados. Vuelos fijados en su mente. Vuelos de verdad que llenaban sus poros. Vuelos de sensación exquisita en sus brazos, en sus manos y en su mente. 

Tranquilo se repetía: “Cristo está en mí”. Lo entendía. Lo comprendía. Lo aceptaba y desde entonces lo vivía.

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