Julián estaba desorientado. Se había quedado sin trabajo. El dueño le había indicado que debía hacer ajustes en su empresa. Le sabía muy mal tomar esa decisión. Pero, al fin, no había podido evitarlo.
Julián se desmoralizó grandemente. Contaba con su trabajo para pagarse los estudios. Era su camino de supervivencia. Nadie de su familia podía ayudarlo económicamente. Se encontraba solo ante el horizonte de su vida.
Entendía que tenía posibilidades para estudiar. Además, el estudio era su vida, su delicia, su descubrimiento y sus dones. Se encontraba bien con los profesores, con los libros, con los temas, con el nuevo conocimiento que llegaba hasta su experiencia.
Una puerta se cerraba y esperaba que otra se abriera. El trabajo le había ido muy bien. Le había permitido desarrollar sus capacidades de organización. Le había desarrollado un carácter de compromiso con su responsabilidad. Le había hecho crecer como persona.
Ahora se encontraba, otra vez, en el inicio de su carrera. No podía creer lo que le estaba pasando. Las circunstancias parecían que se mostraban adversas en los momentos más inoportunos.
¿Por qué la vida le ponía esos obstáculos? No lo entendía. Lo tenía todo planificado. Lo había programado según el dinero que recibía de ese trabajo. De momento, sintió que todo se le venía abajo. Un sentimiento interior de impotencia le subía desde el estómago y se centraba en su pecho.
Una adversidad más que debía superar en el camino de su vida. Recordaba unas palabras que había leído en una nota que le había pasado un compañero: “No esperes que la vida te dé estabilidad. La vida no está ahí para eso. Y si te la da, será una estabilidad ilusoria, pasajera”.
“Cualquier día te romperá en mil pedazos. La vida está ahí para otra cosa. Está ahí para mostrarte el camino hacia tu equilibrio interior. Y cuando lo encuentres, entonces sí, la estabilidad será real y duradera”.
Julián leía y releía. Se daba cuenta de que no podía desfondarse interiormente. Su esperanza debía estar alta, muy alta. La confianza debía ser su escudo para resolver todas las dudas que en su interior surgían. Necesitaba repetirse que no estaba solo. Alguien muy cercano estaba con él.
Al llegar a casa, se metió en su habitación. Abrió el libro que estaba leyendo y empezó a leer un párrafo que había descubierto esa mañana. Necesitaba la voz de una calidez amiga. Una mente que le comprendiera. Un apoyo en el que descargar su alma desconsolada.
“Despertarás a tu propia llamada, pues la Llamada a despertar se encuentra dentro de ti”.
“Si vivo en ti, tú estás despierto”.
“No obstante, tienes que ver las obras que llevo a cabo a través de ti, o, de lo contrario, no percibirás que las he llevado a cabo en ti”.
“No pongas límites a lo que crees que puedo hacer a través de ti, o no aceptarás lo que puedo hacer por ti”.
“Esto, no obstante, ya ha tenido lugar, y a menos que des todo lo que has recibido, no sabrás que tu redentor vive y que has despertado con él”.
“La redención se reconoce únicamente compartiéndola”.
Julián se reconfortó al escuchar estas palabras. Sabía que no estaba solo en la tesitura de su vida. Sus estudios eran prioritarios en su vida. La ayuda económica también lo era. Decidió confiarse totalmente a esas palabras que lo tenían en cuenta.
Se repetía para sí mismo que no quería poner límites a lo que creía que Jesús podía hacer a través de su vida. Quería aceptar lo que Jesús podía hacer a través de él.
Este pensamiento le devolvió las energías, la ilusión y las ganas de plantearse su horizonte con una mayor confianza. Con esta nueva energía, salió de casa. Fue a visitar a algunos amigos, algunos familiares y algunos lugares para ofrecerse a trabajar.
Con paso firme, tranquilo, seguro, pisando fuerte, fue visitando a cada una de las personas, que en su mente había diseñado, para encontrar otro trabajo que le permitiera superar la situación delicada que se había cernido sobre él.
Compartir su problema le hizo bien. Hizo correr la voz. Amigos, familiares, conocidos, lugares de trabajo, todos comprendieron y entendieron la situación de Julián. Volvió a su casa.
Antes de dormir esa noche, tuvo una conversación con Jesús de un modo especial. Una conversación cara a cara con su Creador. Una conversación con mucha sinceridad como nunca antes la había tenido. Le ofreció su futuro en sus manos. Le expresó su desánimo y su angustia.
Sus lágrimas cayeron por su rostro. Nunca antes se había visto en esa tesitura. Le daba gracias a Dios por permitirle hablarle de esa manera. Lo sentía como amigo, como padre, como una mano que cogía su mano de alma errante en esos momentos. Por primera vez, le abrió su corazón de forma consciente y clara.
Sentía que estaban los dos hablando cara a cara. Julián le refirió todos sus planes. Todos sus proyectos. Todas las dependencias económicas y su soledad ante ellas. Julián se sentía comprendido. Se desahogó frente a un amigo en la soledad de su habitación.
Sintió su abrazo en el corazón. Sintió su mirada en sus ojos. Sintió sus caricias sobre sus hombros. Le dijo en voz baja: “Nadie, mi Jesús, me hubiera podido comprender tanto como tú. Perdóname por no haberte descubierto antes con esta forma de hablarnos”.
“Pero, ya ves, cuando las circunstancias nos aprietan, nos descorazonamos y sentimos la necesidad de encontrarnos. Gracias por estar siempre ahí. Gracias por hacerme sentir Tu presencia”.
Julián encontró la paz. Una paz que se basaba en esa frase que le había punzado en sus entrañas: “Si vivo en ti, tú estás despierto”.
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