En la familia de Rafael había surgido un enfrentamiento entre las hermanas. Se habían dispuesto dos bandos. Rafael observaba lo que sufría su madre que estaba en uno de los bandos.
Las hermanas vivían en lugares diferentes. Todo se llevaba a través de las cartas que cada una de las hermanas se enviaba. Así que recibir una carta era siempre motivo de tristeza por las cosas que en ella se decían.
Estaban cargadas de reproches, de interpretaciones equivocadas, de palabras hirientes, de pensamientos inadecuados y de discusiones interminables. Rafael no daba crédito a lo que pasaba. Su corazón estaba totalmente dividido.
Era su madre a la que atacaban. Eso le dolía a Rafael. Su madre siempre le había mostrado su amor. No podía tener para ella nada más que palabras de agradecimiento. Una noche, ante un severo dolor de muelas, su madre se había pasado parte de la noche sin dormir por hacerle compañía.
Le calentaba paños. Le daban calor. Sentía en sus mejillas el alivio y el cariño de una madre abnegada, entregada y atenta. Rafael se lo agradecía mucho. Una tranquilidad, poder gozar de personas como ellas. No podía entender cómo se podía perder la sensibilidad ante tal grandeza.
Tampoco entendía la actitud de sus tías. Había tenido experiencias muy gratas y placenteras con ellas. También habían sido muy amables y generosas cuando en los períodos de vacaciones había estado con ellas. ¿Cómo podían salir esas palabras hirientes de personas tan buenas?
Rafael se daba cuenta de que en el interior de las personas había dos caminos que confundían. No se debía pasar de la generosidad y de la comprensión al ataque y a la desconsideración.
Todo ello le entristecía. Todas eran personas estupendas. Todas creían tener la razón. Todas disputaban por imponer su criterio. Pero, lo importante era que todas sabían amar. Todas sabían perdonar. Todas podían comprender.
Pasó un período difícil con aquella situación. Sentía un su interior un corazón que se le partía. Una respiración difícil y poco tranquila. Un desasosiego por aquellas cartas faltas del cariño que sus tías tenían.
Rafael concluía que un malentendido era más importante que el amor que se tenían. Un malentendido podía oscurecer ese amor que en todas anidaba y vivía. ¿Cómo poder remediar esta situación?
Rafael apoyaba a su madre. Rafael quería a sus tías. Aquello no se podía romper por una sencilla tontería. No eran conscientes del daño que todo ello provocaba en sus vidas. Tenían que subir el listón del amor y bajar el listón de los malos entendidos.
Aquello les provocaba daño en todos los sentidos: en sus pensamientos, en primer lugar, y en su cuerpo físico, en segundo lugar, por influencia de sus pensamientos.
Al leer estos párrafos Rafael entendía un poco mejor la situación:
“Si la enfermedad es separación, la decisión de curar y de ser curado es, por lo tanto, el primer paso en el proceso de lo que verdaderamente quieres”.
“Todo ataque te aleja de esto, y todo pensamiento curativo te lo acerca”.
“Unir tener y ser es unir tu voluntad a la Suya, pues lo que Su Voluntad ha dispuesto para ti es Él Mismo”.
“Y tu voluntad es entregarte a Él porque, en tu perfecto entendimiento de Él, sabes que no hay sino una sola Voluntad”.
“En todo pensamiento hiriente que albergues, independientemente de donde lo percibas, yace la negación de la Paternidad de Dios y de tu relación filial con Él”.
Rafael veía el veneno que representaba para nuestra voluntad albergar pensamientos hirientes. Era ir contra la mente de Dios en nosotros. Era no entender que la Voluntad de Dios era la nuestra.
Rafael sufría, entendía, respetaba pero quería aceptar ese regalo de Dios al considerarse como Su Hijo. No podía albergar ningún pensamiento hiriente contra su madre. No podía albergar ningún pensamiento hiriente contra sus tías.
No podía dejar de amar, de comprender y de apoyar. Así veía que subía el listón del amor alto, muy alto. El listón de los malos entendidos había desaparecido. Unas palabras de amor y de cariño podían terminar una enconada discusión.
Así que cuando le tocó escribir su carta oportuna a sus tías, después de hablar con su madre, les dijo todo lo maravillosas que eran. Era su experiencia. No tenía que agrandar nada. Les agradecía todo el bien que le habían hecho y todo el bien que representaban en su vida.
Las palabras hirientes fueron desapareciendo y la relación, poco a poco, retomó su lugar. El conocimiento de la Voluntad de Dios en su voluntad le cambió por completo la visión. Así terminó esa experiencia difícil. Y siguieron disfrutando de ese poder amoroso que en todas ellas anidaba.
Rafael se sentía feliz y contento. Descubría que la Voluntad de Dios era la suya y esto le daba poso en su vida; claridad a sus pensamientos; fortaleza en sus decisiones; paz en todos sus movimientos. La Voluntad de Dios realmente era la suya.
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