Raquel no paraba de darle vueltas a aquellos pensamientos que le llenaban la cabeza, su interés, todo su rostro y toda su alma abierta. Estaba de vacaciones en casa de unos tíos. Su tía, siempre solícita, le punzaba con preguntas sobre su vida interna.
Ella sabía de su interés, de su cariño, de su apoyo y de todas las frases hermosas que le había prodigado durante años. Le habían hecho tanto bien en aquellos momentos. Raquel gozaba de su cariño con la delicia de una hoja acariciada por la brisa por el placer de rozarla.
Apreciaba mucho su autenticidad, su sutileza y sus ojos azules que en la penumbra le miraban. Le hacían recordar el cielo escondido en su interior que le había costado tanto sacar al exterior.
Tenía en su corazón interno muchos objetos polvorientos. No los había tocado en décadas. Las joyas apenas brillaban. La pátina de la desconfianza en sí misma se había cebado como un perro hambriento.
A veces pensaba que en realidad su cofre estaba vacío. Solo se podían encontrar baratijas. No era el sol el que relucía en ellas. Todos se lo habían hecho creer así.
Todavía resonaban en ella unas palabras que le había orientado su camino. "Tú no vales nada, criatura. Tú eres el garbanzo negro de tu familia biológica”. Palabras que quitaban energía, ilusión, proyectos, ansias y esperanzas de un alma sensible, cariñosa, afable y entregada.
Unos lloros que salían a escondidas. Unas conversaciones que se grababan en su mente. Una luz apagada, gris y oscura en unos ojos despiertos, vivos, con ganas de gritar, pero apagados por la rutina de su tristeza que arrastraba como herencia.
Pero sus reveses no se quedaban ahí. También le mencionaban su papel de inútil en su familia de acogida. No podía hablar con nadie. Nadie la podía entender. Sus quejas se dirigían al cielo. Y el cielo con su silencio la abrazaba y le hacía sentir la ternura que en su vida le faltaba.
Raquel llegó a identificarse con aquella niña despreciada. Aceptaba que no valía nada. Entendía que no era digna de tener amigos. Les molestaba. Si salía de paseo con algunos de ellos, se sentía apartada, ignorada, alejada, la última cerrando el grupo.
Raquel recordaba aquellos momentos. Caminaba despacio bajo el intenso sol. Quería tener contacto con su Creador. La naturaleza la relajaba y, a pesar de las prevenciones de su tía, ella se alejaba de la casa, asombrada por las palabras que leía.
“Tu Ser no necesita salvación, pero tu mente necesita aprender lo que es la salvación”.
“No se te salva de nada, sino que se te salva para la gloria”.
“La gloria es tu herencia, que tu Creador te dio para que la extendieras”.
“No obstante, si odias cualquier parte de tu Ser pierdes todo tu entendimiento porque estás contemplando lo que Dios creó como lo que eres, sin amor”.
“Y puesto que lo que Él creó forma parte de Él, le estás negando el lugar que le corresponde en su Propio altar”.
“¿Cómo ibas a poder saber que estás en tu hogar si tratas de echar a Dios del Suyo?”.
Raquel se repetía para sí, para sus adentros, aquellas palabras que vibraban en sus labios, en su rostro y en la piel de sus entrañas. “La gloria es tu herencia, que tu Creador te dio para que la extendieras”. Lo hacía de la misma manera que hablaba con las estrellas del cielo.
Una invitación del cielo, grande para su alma. Unas palabras que la llenaban de un encanto desconocido en sus adentros. Raquel vibraba. Raquel lloraba. Emocionada. Sensible. Deslizándose por los caminos y viendo el polvo que sus zapatillas levantaban.
Los recuerdos se agolpaban en sus ojos y en la frente con ahínco. La mano que le dijo las palabras mágicas que cambiaron su existencia: “Raquel, guapa, maravillosa, qué linda estás. Tienes un valor incalculable pero no te lo crees. Eres valiosa. Eres importante”.
Un horizonte nuevo se elevaba ante sus expectativas y ante sus proyectos de vida y de esperanza. Por fin, alguien se había dirigido a ella con la ternura que su corazón necesitaba. Una nueva ilusión surgía. Unas nuevas energías.
Raquel comparaba aquel momento con esas lindas palabras escritas en aquel trozo de papel: “Tu Ser no necesita la salvación, pero tu mente necesita aprender lo que es la salvación”.
Había sentido el principio de esa salvación en aquella mano salvadora que le devolvió la confianza en sí misma y en su valor de Creación. Esas palabras animadoras que le descorrían el velo de la ilusión: “Deja ya de llorar, Yo estoy contigo, y conmigo, un montón de gente que te quiere, te aprecia, te valora”.
Raquel se sintió parte de la naturaleza, parte de la creación, parte de ese grupo que realmente ama a Dios. Miró en el cofre de su corazón y vio todo el tesoro que en él había puesto el Creador.
Raquel había sido ciega a ese tesoro que llevaba dentro. Ahora con consciencia, sabía a quién agradecérselo. La última pregunta del texto desafiaba a Raquel: "¿Cómo ibas a poder saber que estás en tu hogar si tratas de echar a Dios del suyo?
Dios había estado siempre dentro de ella, aunque en sus momentos de nubarrones, no lo veía. Ahora, caminando, musitaba estas palabras como si salieran de ella misma: “Y puesto que lo que Él creó forma parte de Él, le estás negando el lugar que le corresponde en Su Propio altar”.
Raquel volaba, liberada, sin peso, con ojos alados llenos de alegría. De una niña despreciada, humillada, postergada y apartada, se había convertido en el lugar donde Dios tenía Su Propio altar.
Musitó una oración en sus labios temblorosos: “No merezco tanto, mi Señor, pero quién soy yo para corregir tus santas decisiones. Te recibo en mí como mi Creador. He aquí Tu Propio altar”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario