martes, junio 14

DESCUBRIR, VER, CONOCER

Adrián estaba sentado sobre unas piedras redondas, sin aristas en ninguna de sus partes. La acción del mar, que tenía delante, se había encargado de suavizarlas con el roce constante de sus aguas. Era un gozo sentirlas en sus manos.

Las apretaba. Se deslizaban. Se notaban duras. No ofrecían resistencia a la acción del agua en su redondeo. Adrián pensaba que, a pesar de la dureza mostrada, no podían resistir la acción de la fricción continua de esas aguas en continuo movimiento. 

Comparaba esas piedras con los seres humanos, con las personas, con él mismo. Las aristas podían ser borradas con la acción constante de manos amorosas que podían suavizar las formas puntiagudas, que herían y molestaban, casi sin ser notadas. 

Adrián veía que su consciencia también podía actuar como agua correctora de las aristas. Al descubrir y comprender sus puntos puntiagudos, tendía a reducirlos y a cambiarlos por otros más acordes con el aplomo, la serenidad, la comprensión y la verdad personal suya. 

Había leído que su salvación y su condenación estaba en los demás. Los otr@s le salvarían o le condenarían. Le costaba entenderlo. Le costaba captarlo. ¿Qué querían expresar esas afirmaciones de l@s demás con respecto a sí mismo?

Adrián se sentía independiente. Adrián tomaba sus propias decisiones. ¿Cómo podía depender de los demás? “Eso nunca”. Afirmaba en su interior. ¿Qué tendrían que ver l@s demás con sus propios problemas y sus propias orientaciones?

Adrián se debatía en su interior. Una voz le decía que era libre. Otra voz le insinuaba que él no se conocía personalmente. Los otros le conocían mejor y él se podía ver reflejado en los demás con mucha claridad. 

Recordaba una idea que se le quedó grabada en su corazón. “No puedes ver en los demás nada más que el reflejo de ti mism@. Si ves generosidad, es porque hay generosidad en tu interior. Si ves deshonestidad, es que hay deshonestidad dentro de ti”. 

“Si ves bondad, es el reflejo de tu bondad. Si ves doblez, es porque hay doblez en tu interior. No podemos ver lo que no tenemos. No lo sabemos. No sabemos qué es”. Estas ideas le azuzaban a Adrián y le hacían ver que los demás eran realmente espejos para él. 

Reconocía que cuando juzgaba a l@s otr@s, se estaba juzgando a sí mismo. Cuando estaba condenando, se condenaba a sí mismo. Cuando maldecía, se maldecía a sí mismo. No podía conocerse de otra manera. Todo lo que proyectaba en otr@s, era él mismo. 

El ego le decía que estaba bien. L@s otr@s son distintos. Él no era como l@s demás. Al creérselo se quedaba tan contento cuando conformaba a alguien según su criterio. Pero, se daba cuenta que lo único que estaba haciendo era conformarse a sí mismo de malas maneras. 

Se le descubría, de una forma más profunda, la frase: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. En el simple proceso de estar amando a los demás se estaba amando a sí mismo. El cuerpo se lo reconocía y se llenaba de hormonas favorecedoras de la salud y del ánimo. Cuando no amaba, el proceso de no amar lo llenaba de contrariedad y de hormonas negativas de la salud y del buen humor. 

Adrián concluía que si deseaba quitar las aristas de sí mismo, debía quitar las aristas de su pensamiento equivocado hacia l@s demás. Al mirar a los demás salían nuestros puntos buenos y menos buenos. 

Si éramos conscientes – se decía -, dejaremos los buenos y empezaremos a buscar en nosotros mismos los pensamientos que sustentan los menos buenos. Al encontrarlos y descubrirlos, la acción de la consciencia iría limando, erosionando, la arista puntiaguda y la iría dejando redonda. 

Recordaba con especial emoción unas palabras que le dijo su padre en una ocasión. Su padre era agente municipal. Un fin de semana le tocó guardia en las dependencias de la cárcel de la ciudad. El sábado por la noche, cada semana, ingresaba un muchacho totalmente ebrio. 

Recogía el dinero de su trabajo el sábado. Y con él en el bolsillo, a partir de la primera hora de la tarde, iba de peregrinación por todos los bares y tabernas de la ciudad. Sólo sabía que emborracharse. Al llegar la noche, completamente ebrio, empezaba a montar escándalos en la vía pública. 

La policía ya lo conocía y le dirigía directamente a los aposentos de los calabozos. El domingo, a primera hora de la mañana, su madre, con un sabroso desayuno, se acercaba al calabozo para dárselo a su hijo. El padre de Adrián, como agente de servicio, le decía a la madre que no debía preocuparse por aquel muchacho degenerado. 

Adrián le preguntó a su padre: ¿Qué te contestó la madre? Su padre le refirió las palabras que salieron de su boca: “Señor Vicente, es mi hijo”. Esas palabras se quedaron grabadas en el corazón de Adrián. Una contestación que marcaba la relación entre los dos: Madre, amante, hijo, desarraigado por un amor que le había abandonado. 

La madre lo comprendía. La madre veía qué había detrás de aquellas borracheras. La madre no era tonta. Era una mujer con mucha visión. La contrariedad se había cebado con él, por no haber sido aceptado por el amor de su vida. 

Trabajaba como un gran muchacho durante toda la semana. En el trabajo cumplía como el que más. Se entregaba. Era generoso y buen compañero. Pero, en los fines de semana, cuando el tiempo libre llegaba a su alma, la tristeza lo acosaba. No podía sostener ese tiempo en esa soledad insoportable. 

Adrián se dio cuenta de que la mirada centrada más allá de lo que aparentemente se ve, es muy acertada. Esa comprensión le ayudaba a ir quitando las aristas de su alma. 

El amor era la base de toda disfunción. Adrián jugaba con las piedras. Lanzaba algunas al mar. Las oía al entrar en contacto con el agua. Todo un horizonte se abría delante de él. Cogió una piedra. Se la puso en el bolsillo. 

Pensó que de la misma manera que la piedra era redondeada por las aguas, la piedra de su corazón sería redondeada por las miradas de compresión y de amor hacia los demás. 

La manera de amarlos no era aceptar lo exterior, la fachada. Era mirar más allá. Allí donde se truncó el amor y provocó la disfunción. Así al comprender a los demás, se comprendería a sí mismo e iría redondeando su alma interior. 

“Dios depende de ti tanto como tú de Él porque Su Autonomía incluye la tuya, y, por lo tanto, está incompleta sin ella”. 

“Sólo puedes establecer tu autonomía identificándote con Él y llevando a cabo tu función tal como es en verdad”. 

Una piedra redondeada, no muy grande, desde entonces, siempre, en su bolsillo, lo acompañó. Y en cada momento, sus dedos entraban en contacto con ella. Le recordaba el proceso de descubrimiento del amor. La otra persona era decisiva en su vida.

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