Ramón estaba sentado sobre una roca del muelle de aquel puerto. La roca ofrecía protección al muelle. A la vez, ofrecía una superficie para poder estar sentado sobre ella y admirar el azul horizonte que ante sus ojos se extendía.
El mar estaba en calma. La serenidad del cielo y de las aguas le llegaba. Un momento tranquilo en esas aguas remansadas. Así podía hablar consigo mismo, con Dios y con su alma.
Ramón sabía que no se conocía a fondo a sí mismo. La frase en el pronaos del templo de Apolo en Delfos: “Conócete a ti mismo”, resonaba dentro de sí. Ese aforismo, esa verdad había vibrado a través de toda la humanidad y todavía no se había resuelto dicho enigma.
Sería estupendo poder conocerse, poder tener consciencia de quiénes somos y qué camino pisamos. Sus ojos se lo inquirían al mar, a la blanca espuma del agua en su chocar contra las rocas.
Una idea empezaba a tener clara en su mente. Siempre se había considerado un ser solo, un ente independiente. Y todo le había caído al suelo cuando descubrió que éramos entes en relación. Lo importante del ser humano era la relación.
Se había quedado sorprendido de que cuando amaba, se amaba; cuando despreciaba, se despreciaba; cuando desdeñaba, se desdeñaba. La vida llegaba hasta sus huesos por la relación. La vida le afectaba en sus relaciones.
Había superado la idea de que cuando menospreciaba a los demás, él se quedaba incólume, intocable. Todo le afectaba de cualquier manera. Captaba la idea de que todo lo que salía del interior de una persona le afectaba totalmente a la persona.
No era un ente solo, desligado, separado de los demás. No había separación de ningún tipo. Lo había experimentado en su vida. Los grandes amores y los grandes fracasos. El amor le había llenado. Los fracasos lo marcaron de forma infame y cruel.
Esta idea de la relación se iba abriendo camino en su pensamiento. Cuando se nace, todos vivimos, crecemos, nos alimentamos de la relación. Unas lianas invisibles uniendo almas, cuerpos, mentes e ilusiones de cada día. Unas relaciones amorosas que todo lo resolvían con unas palabras firmes y bondadosas.
Ramón quería sentir esas relaciones y esos conocimientos sobre sí como indicaba el frontis del templo de Apolo en Delfos. Delante de sí tenía un párrafo que lo bebía como el espíritu del mar que subía hasta sus mejillas, sus pupilas y sus ojos.
“No sabes, no obstante, lo que tu voluntad dispone”.
“Eso no es extraño si te percatas que negar equivale a “no saber”.
“La Voluntad de Dios es que tú eres Su Hijo”.
“Al negar esto, niegas tu propia voluntad, y, por lo tanto, no puedes saber lo que es”.
“Debes preguntar cuál es la Voluntad de Dios respecto a todo porque Su Voluntad es también tu voluntad”.
“Tú no sabes lo que es pero el Espíritu Santo, lo recuerda por ti”.
“Pregúntale, por lo tanto, cuál es la Voluntad de Dios para ti, y Él te dirá cuál es la tuya”.
“No se puede hacer demasiado hincapié en el hecho de que tú no lo sabes”.
Ramón se fijaba en la última línea que iba en la línea de su pensamiento. No sabemos realmente nuestro camino por nosotros solos. Pero, había delante de él una esperanza cifrada en las primeras líneas que le abrían la alegría y el entendimiento: “La Voluntad de Dios es que tú eres Su Hijo”.
Encontraba una respuesta al desconocimiento de nosotros mismos. “Al negar esto, niegas tu propia voluntad, y, por lo tanto, no puedes saber lo que es”. Ramón se percataba que su fuerza interior siempre lo había llevado por sus superaciones, por sus acciones y sus logros.
La Voluntad de Dios no había sido su camino. De ahí, partía, según el escrito, todo su desconocimiento. Una paz invadía su alma. Quería aceptar la Voluntad de Dios en su vida. Quería aceptar que era Su Hijo. Empezaba a comprender esta idea de la relación.
Él no estaba separado. Él era una relación viviente. Encontraba en esa afirmación un bálsamo para su alma, y un apoyo para su pensamiento inquisidor y potente.
Su mirada centrada en la extensión de las aguas se hundía en las profundidades y reconfortaba su corazón ansioso. Se sentó en la roca como un ente perdido y desorientado. Se levantó de la roca como Hijo de Dios totalmente elevado.
Levantó sus ojos, buscó la línea del horizonte. Divisó la luz que se reflejaba sobre las aguas. En un acto de amor se entregó con toda su alma y aceptó a su Padre en toda Su Plenitud. Así se encontraba a sí mismo. Hermoso momento que le hacía descubrir y comprenderse con toda emoción.
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