miércoles, junio 8

LIBERTAD, ELECCIÓN, SABIDURÍA

Irene estaba asombrada. No se creía el rumbo que estaban tomando los acontecimientos. Nunca había experimentado en su vida una generosidad tan potente y grande en una persona que no fuera de su familia.

Se sentía apoyada. Se sentía respaldada por el director de su institución. Ello le producía un gran bien. Notaba cómo podía desarrollarse en todos los sentidos porque sus sueños se estaban cumpliendo y parecía que no les eran muy lejanos a algunas personas de su entorno. 

Irene pensaba que no había mejor tierra en la que germinar ni mejor entorno en el que florecer. Se dedicaba única y exclusivamente a desarrollar sus proyectos pedagógicos. 

Se trataban de nuevas aportaciones para mejorar cualitativamente la relación con el estudiante. Los consideraba como tesoros que la humanidad ponía en sus manos para desarrollar junto con ell@s la mejor versión de cada un@ de ell@s. Todo un logro, todo un desafío. 

Aunaba toda la pedagogía aportada con una visión del mundo amable y genuino y un amor intenso por cada experiencia humana. El director estaba entusiasmado por este enfoque. Ella se sentía feliz, completa. Nada le impedía llevar a cabo su proyecto.

Esa noche estaba reflexionando sobre su plan. En uno de los puntos tocaba el asunto de la libertad. Quería compartir libertad con sus estudiantes, con sus compañer@s, con todo el mundo con el que entrara en contacto. 

Irene sabía que ese asunto de la libertad debía compartirlo desde su propia experiencia. Los grandes valores nacen de la experiencia, del ejemplo. Irene se repetía que ella también lo debía tener claro. 

Por encima de todo, debía vivir esa libertad. ¿Cómo vivirla? ¿Cómo desarrollarla? ¿Cómo compartirla? Ella era consciente de la libertad que le había otorgado Su Creador. Sin lugar a dudas, Él era su maestro. 

Irene consideraba este punto vital en su proyecto. La libertad daba a la enseñanza un tono de autenticidad vital que era necesario para destapar las fuentes del entusiasmo y de la felicidad. Debía madurar este asunto. Debía estudiarlo detenidamente y con espacio. 

Empezó a leer su libro de reflexión sobre este asunto que le interesaba: 

“¿Qué prefieres ser, rehén del ego o anfitrión de Dios?”

“Aceptarás únicamente a aquel que invites”. 

“Eres libre de determinar quién ha de ser tu invitado y cuánto tiempo ha de permanecer contigo”. 

“Mas esto no es auténtica libertad, pues depende todavía cómo la consideres”.

“El Espíritu Santo se encuentra ahí, pero no puede ayudarte a menos que tú se lo pidas”. 

“Y el ego no es nada, tanto si lo invitas a que entre como si no”. 

La auténtica libertad radica en darle la bienvenida a la realidad; y de tus invitados, sólo el Espíritu Santo es real”. 

“Date cuenta, pues, de Quién mora en ti, reconociendo simplemente lo que ya se encuentra ahí, y no te conformes con consoladores imaginarios, pues el Consolador de Dios se encuentra en ti”. 

Irene le daba vueltas al asunto en su cabeza. Primero estaba la libertad de elección. Ella debía elegir. Debía elegir libremente basada en su experiencia y en todos los momentos en que se había sentido felizmente acompañada por ese Espíritu gozoso que le hacía ver en los demás a parte de la familia de Dios.

Después tener el gozo, la alegría, el amor de invitar cada día al Espíritu Santo. Una libertad totalmente suya. No se le imponía. No la obligaba. Se quedaba rezagado hasta que su decisión fuera en un sentido u otro. Irene agradecía al cielo esta hermosa libertad vivida. 

“El Espíritu Santo se encuentra ahí, pero no puede ayudarte a menos que tú se lo pidas”. Una libertad que debía experimentar en sí misma. Una libertad que debía observar en sus estudiantes y en todas las personas que se cruzaban en su vida. La libertad de llamar y hablar personalmente con la persona. 

A ese Espíritu Amante, decidía que le hablaría todas las mañanas, todas las noches al finalizar el día, en cada momento donde la confusión surgía. Quería vivir en su vida esta invitación a ser anfitriona de Dios. 

También decidía que haría lo mismo con todas las personas de su entorno. No evitaría que nadie se quedara sin compartir con ella cuando la persona así lo requiriera. Entendía que el Espíritu Santo estaba siempre ahí. Ella debía estar también siempre ahí. 

En todo su proyecto pedagógico, la idea de una vida entregada, comprendida, y aceptada en los niveles de la comunicación divina, era el mejor regalo que podía hacerles a sus estudiantes y a sus compañer@s en su diario caminar. 

La libertad, esa libertad que se desplegaba ante sus ojos, sería la blanca bandera que exhibiría en son de paz a todas las personas. Esa noche descubría muchas cosas mirando a las estrellas brillando en la bóveda celeste y, captando éstas, el misterio de amor en el que Irene estaba soñando.

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