Juan estaba recordando todos los problemas que había hecho en sus estudios relativos a la ley de la gravedad. Le gustaba calcular la velocidad con que llegaba al suelo una piedra lanzada desde el tercer piso.
El valor de la aceleración siempre era el mismo: 9,8 m/seg2. Aplicaba sus fórmulas y daba con el valor adecuado. Le encantaba calcular la velocidad de un coche que arrancaba y marchaba con movimiento uniformemente acelerado.
Pensaba en la vertical que describía una plomada quieta atraída por la tierra sin ningún otro tipo de ayuda. Muchos operarios la utilizaban para construir con perfecta verticalidad.
El cuerpo humano también se beneficiaba de esta ley. El cuerpo en reposo repone energías, pero necesita la verticalidad para adquirir su completa funcionalidad.
Después de una operación, hace muchos años, se dejaba al enfermo guardar cama para que pudiera restaurarse. Pero, se observaba que en la actualidad todos los enfermos se los incorporaba en el mismo día o al día siguiente, según el tipo de intervención, para que la gravedad ayudara al restablecimiento.
Juan disfrutaba con estos pensamientos de esta ley. También reconocía que era producto de accidentes cuando alguien caía de una altura. Había que utilizar la gravedad en nuestro beneficio y evitar los perjuicios.
Se ha desafiado a la gravedad con la construcción de grandes rascacielos. Unos ascensores que llegan a alturas increíbles. La necesidad de espacio ha desarrollado muchas técnicas para desarrollar estos beneficios.
Pero, Juan pensaba que la ley estaba ahí por el bien de nuestro propio cuerpo. Por ello, de la misma manera que el cuerpo se ajustaba a esta ley, todas las leyes del universo merecían nuestra atención y nuestra reflexión:
“Las leyes del universo no admiten contradicciones”.
“Lo que es válido para Dios es válido para ti”.
“Si no crees que estás en Dios, tampoco creerás que Él está en ti”.
“Lo infinito no tiene sentido sin ti, y tú no tienes sentido sin Dios”.
“Dios y Su Hijo no pueden tener fin, pues nosotros somos el universo”.
“Dios no está incompleto y sin Hijos”.
“Puesto que su Voluntad no es estar solo, creó un Hijo como Él”.
“No le niegues Su Hijo, pues tu renuencia a aceptar Su Paternidad te ha negado a ti la tuya”.
“El universo del amor no se detiene porque tú no lo veas, ni tus ojos han perdido la capacidad de ver por el hecho de estar cerrados”.
“Contempla la gloria de Su creación y te darás cuenta de lo que Dios ha salvaguardado para ti”.
Juan comparaba la ley de la gravedad con las anteriores afirmaciones: “lo infinito no tiene sentido sin ti, y tú no tienes sentido sin Dios”. Este concepto le zahería el alma. Se daba cuenta de que no estaba fuera de Dios. Estaba dentro de Él. Era una extensión de Dios. No podía ser de otra manera.
No se atrevería a desdeñar la ley de la gravedad. Tampoco creía que debería menospreciar este pensamiento: “Si no crees que estás en Dios, tampoco creerás que Él está en ti”. Se puede vivir sin pensar en la ley de la gravedad. Solamente en las ocasiones que la desafías, las consecuencias pueden ser inoportunas.
Juan tomaba consciencia que lo mismo pasaba con el Creador. Se puede vivir sin pensar que formamos parte de Él. Se puede obviar que Él está dentro de nosotros. Pero, en muchos momentos, nos sentimos solos, tristes y en conflicto.
De una manera especial, Juan había asociado la ley de la gravedad con la ley de la presencia divina en nosotros. Al compararlas, Juan veía que debían ser respetadas ambas. Debían ser tenidas en cuenta. Debían aplicarse para nuestro bien.
Así que de la misma manera que no quería caer desde un cuarto piso al vacío, no quería sentir la soledad, la separación, la confusión y la desorientación por negar la evidencia de la presencia de Dios en su corazón y en su vida. Una actitud coherente con nuestras condiciones de vida.
Su corazón se fortalecía recordando la verdad que ante sus ojos se expandía: “el universo del amor no se detiene porque tú no lo veas, ni tus ojos han perdido la capacidad de ver por el hecho de estar cerrados”. Una seguridad de amor nacía en su interior. Una tranquilidad majestuosa se erigía por sentirse Hijo de Dios.
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