Enrique tenía una conversación pendiente con Dios. Quería tratar con él un tema que le estaba dando vueltas en la cabeza. Era un domingo por la mañana. Casi sin darse cuenta, después de tomar el desayuno, se despidió de su madre y salió de casa en dirección a la cima de la montaña que dominaba la ciudad.
Sentía que una fuerza le atraía. Podía haberse quedado en casa. Sin embargo, su alma necesitaba el oxígeno de las alturas. La lejanía de la vida cotidiana. La atmósfera de los momentos preciosos donde la paz y la calma reinaban. Así se olvidaba de su rutina y de sus ocupaciones de cada día.
Enrique anhelaba la paz y la concentración en el encuentro con su Creador en aquellas horas de la mañana. Una media hora después ascendía la ladera para llegar a la cumbre. La montaña ofrecía sus faldas para muchas casas que habían escalado para sentirse por ella abrigada.
Llegó a una roca que sobresalía. Se sentó, tranquilo, despejado. La vista de toda la ciudad entraba por sus ojos y su alma. Bajó un poco el rostro y le dijo a Dios: “Dios mío, aquí estoy yo. Ya conoces lo que late en mi corazón. Los pensamientos que me rodean y necesito abrirme a ti con total confianza y aceptación”.
El silencio y la paz siguieron. La tranquilidad se hizo presente de forma espontánea y auténtica. Se sentía bien. Compartía con Dios la lectura que había tenido: “En mí ya has superado cualquier tentación que pudiera demorarte”.
“Juntos recorremos la senda que conduce a la quietud, que es el regalo de Dios”.
“Tenme en gran estima, pues, ¿qué otra cosa puedes necesitar, sino a tus hermanos?”
“Te devolveremos la paz mental que juntos tenemos que encontrar”.
“El Espíritu Santo te enseñará cómo despertar a lo que nosotros somos y a lo que tú eres”.
“Salvarse del mundo consiste sólo en eso”.
“Mi paz te doy”.
“Acéptala de mí en gozoso intercambio por todo lo que el mundo te ha ofrecido para luego arrebatártelo”.
“Y la extenderemos como un manto de luz sobre la triste faz del mundo, en el que ocultaremos a nuestros hermanos del mundo, y a éste de ellos”.
Enrique, desde el fondo de su alma, quería compartir con Dios algo nuevo que había surgido en su corazón. La frase “Tenme en gran estima, pues ¿qué otra cosa puedes necesitar, sino a tus hermanos?”, le abría en su mente un pensamiento hasta ahora jamás considerado.
En el reino del ego, Dios era uno, también separado, como todos pero, el más importante. Enrique lo había concebido así. Era el más importante y el más poderoso. Había que respetarlo. No era bueno estar en contra de Él.
Pero, Enrique, ahora, se encontraba en el reino del amor, de la unión y del Espíritu Santo. Captaba que Dios, al ser uno con tod@s sus hij@s creados, era mucho más que una parte aislada como concebía el ego. Era el conjunto formado por Dios y por tod@s sus hij@s. La realidad era totalmente distinta.
Era la relación con Dios y con Su Creación reflejada en cada ser humano. Por eso entendía la frase siguiente: “¿Qué otra cosa puedes necesitar, sino a tus hermanos? Te devolveremos la paz mental que juntos tenemos que encontrar”.
Enrique vibraba. Le cambiaba toda su visión. Ya no era asunto de discutir, de luchar, de enfrentarse, de herirse, de aislarse, de evitar. Era asunto de vivir ese anhelo de Dios en toda persona que se cruzara en su camino. Ya no las distinguiría como hacía antes: agradables, antipáticos, serios, creídos, orgullosos, pasables y con algunos muy amigables.
Ahora pensaba en ellos y pensaba en Dios. Los miraba y miraba a Dios. Los saludaba cada día y saludaba a Dios. “Por fin - gritaba Enrique en su interior - se había acabado la división. ¿Quién soy yo para dividir a mi Dios? ¿Cómo puedo separar a las personas si en la mente de Dios están todas unidas?”
Enrique volaba. Veía las nubes pasar. Los rayos del sol de la mañana le sonreían. La vista se alegraba. Abarcaba a toda la ciudad. Por primera vez en su vida, empezaba a amar a todos sus conciudadanos. Y, como decía el texto, a todos sus hermanos por creación.
Le daba gracias a Dios por la paz que le entraba por los poros de su alma: “Te devolveremos la paz mental que juntos tenemos que encontrar”. Por fin, había entendido la unión. Por fin, había entendido a Dios. Por fin, había puesto término a la división. El reino del Espíritu Santo se había entronizado en su corazón y en su mente. En la unión todos somos uno en nuestro Dios.