Rubén pensaba en todas las incidencias que
había tenido a lo largo de su vida con diferentes personas. De pequeño, había
visto como los adultos, cuando se enfrentaban entre sí, y no llegaban a un
acuerdo, elegían enfadarse, distanciarse, no hablarse. En una palabra, cortaban
la relación.
Era un arma poderosa que utilizaban muy a
menudo en sus relaciones. Rubén veía que era una actitud útil en muchos
momentos. La distancia servía para reflexionar. Sin embargo, en algunos casos
no se volvía a reconquistar el espacio perdido, la relación perdida.
Él, sin darse cuenta, aplicaba el mismo
mecanismo. Ahora se daba cuenta de que sus distancias con los demás las establecía
desde el enojo, desde la contrariedad y desde el enfado. No era una actitud
estudiada, reflexiva.
Había sufrido estos enfados en su familia, en
sus amigos, en los compañeros de trabajo y en todos los campos en los que había
vivido. Algunas veces, totalmente inconsciente, se sentía poderoso cuando
cortaba la relación con alguien que le había herido. Era el justo castigo que
le aplicaba a la otra persona.
Rubén, reconocía que actuaba desde la
inconsciencia total. El sentido del castigo lo aplicaba desde su corazón
herido, molesto y disgustado. Una vez, uno de sus jefes del trabajo les decía a
sus operarios que él se enfadaba porque los demás lo hacían enfadar. Rubén no
aceptaba que el jefe se desprendiera de toda su responsabilidad.
Justificar el enfado es dar realidad a la
ofensa. La ofensa nunca tiene ninguna realidad. Era la actitud de reacción de
la persona ofendida, según sus ideas, la que daba realidad a esa referida
ofensa. No todas las ofensas llegaban a su logro de incomodar a las personas.
Le estuvo danto muchas vueltas, en su
momento, a una frase que escuchó: “No ofende quien quiere sino quien puede”.
Con esta nueva visión que tenía, veía que no era cierta. Ofender no estaba en
los labios de quien lanzaba el dardo. La ofensa tenía lugar cuando aceptabas
ese dardo como tuyo.
Una guerra que no está en los demás. Está en
el interior de cada uno. “No es la voluntad del Padre que Su Hijo viva en
estado de guerra”.
“Por lo tanto, el imaginado “enemigo” que Su
Hijo cree tener es totalmente irreal”.
“No estás sino tratando de escapar de una
guerra encarnizada de la que ya te has escapado”.
“La guerra ya terminó, pues has oído el himno
de la libertad elevarse hasta el Cielo”.
“Grande es la dicha y el regocijo del Padre
por tu liberación porque tú no creaste la libertad”.
Rubén se repetía la frase: “tú no creaste la
libertad”. Así todas las ocasiones en las que había aplicado la idea del
castigo y del distanciamiento de las personas era un absurdo. Admitía que las
personas no le habían herido. Se había herido a sí mismo. Ya era hora de que
empezara a vivir la libertad que el Padre le ofrecía.
Rubén veía que el camino delante suyo no era
un camino de distanciamiento y de castigo a los demás. Era un camino de
comprensión, de entendimiento, de clarificación de malentendidos. Pero, nunca
de enfrentamientos y heridas gratuitas dichas al calor de una conversación
acalorada y llena de resentimientos.
Rubén analizaba algunas palabras que había dicho
en el transcurso de un debate fratricida. No podía entender cómo habían salido
esas palabras de su boca ni de su pensamiento. No eran verdaderas. Se
preguntaba cómo las palabras dichas, totalmente falsas, adquirían el valor de
verdaderas para sustentar la ofensa. Todo un despropósito.
Descubría que las palabras malsonantes tenían
energía por sí mismas aunque no estuvieran conectadas con la verdad. No se lo
podía creer. En conclusión, una guerra absurda. Rubén reconocía que esa no era
su guerra. Ya estaba bien de jugar al juego de la distancia, te culpo, te
castigo, te rompo la relación.
Rubén daba gracias por este nuevo
entendimiento en su vida. Nunca más se molestaría por una palabra mal dicha. La
comprensión pondría en su lugar adecuado cualquier expresión malsonante. En su
interior, esa arma poderosa, según él, que había utilizado, era una inutilidad
total. Únicamente había servido para hacerse daño a sí mismo.
Aceptaba contento la idea del “imaginado
enemigo”, por tanto, inexistente. Y cantaba en sus adentros este pensamiento: “Grande
es la dicha y el regocijo del Padre por tu liberación porque tú no creaste la
libertad”. Iba a vivir con amplitud esa libertad que el Padre le ofrecía.
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