Darío estaba en casa. Tenía dos hermanos más. Siempre sucedían incidencias en su hogar. Un día, Darío reconoció que había dejado la llave de casa en su mochila de la escuela. Se había olvidado y sus padres estuvieron buscándola por todos sitios.
Darío se centraba en sus hermanos. Uno de los dos eran los culpables de aquella desaparición. De forma automática, los condenaba en su interior. Maquinaba en su mente que lo habían hecho para hacerle daño. Dentro de él, se revolvía contra sus hermanos.
Habló personalmente con sus padres. Les dijo sus sospechas internas. Sus padres le creyeron totalmente. Hablaron con sus hermanos por separado. Trataron de solucionar el asunto de forma amigable, cordial, sencilla, agradable.
A pesar de la buena disposición, no encontraron la solución. Los dos hermanos lo negaban. Pero, se tenía que buscar un culpable. Darío se desesperaba. Creía con seguridad que no eran honestos.
Después de buscar por todos los lugares, sus padres decidieron olvidar el asunto y esperar que aparecieran las llaves en cualquier momento. Pasados dos días, Darío, al revolver la mochila de la escuela, escuchó un sonido metálico. Metió la mano, y, para su vergüenza, encontró las llaves.
Darío se sintió totalmente culpable. Lo peor era que su olvido se había descargado en la culpabilidad de sus hermanos. “En cualquier unión con un hermano en la que procures descargar tu culpabilidad sobre él, compartirla con él o percibir su culpa, te sentirás culpable”.
“No hallarás tampoco satisfacción ni paz con él porque tu unión con él no es real”.
“Verás culpabilidad en esa relación porque tú mismo la sembraste en ella”.
“Es inevitable que quienes experimentan culpabilidad traten de desplazarla, pues creen en ella”.
“Sin embargo, aunque sufren, no buscan la causa de su sufrimiento dentro de sí mismos para así poder abandonarla”.
“No pueden saber que aman, ni pueden entender lo que es amar”.
“Su mayor preocupación es percibir la fuente de la culpabilidad fuera de sí mismos, más allá de su propio control”.
Darío, totalmente confuso, les entregó las llaves a sus padres. Les dijo que estaban en su mochila. Se sorprendía de la facilidad con que había acusado a sus hermanos.
Se asombraba de la nitidez con la que veía la culpabilidad en los demás: “Verás culpabilidad en la relación que mantienes con los demás porque tú mismo la siembras”. Era un descubrimiento que le sacaba los colores a la cara. Reconocía que la culpabilidad estaba en él.
Leía y releía esta afirmación que lo describía muy bien: “Sin embargo, aunque sufren, no buscan la causa de su sufrimiento dentro de sí mismos para así poder abandonarla”.
Darío pidió perdón a sus hermanos. Pero, Darío sabía que debía perdonarse también a sí mismo. La causa de culpabilizar a los demás estaba en él. Se estremecía al reconocer que ponía en duda los fundamentos del amor: “No pueden saber que aman, ni pueden entender lo que es amar”.
Aquella tarde, Darío miraba a lo lejos. El horizonte se ofrecía con una tenue luz. Se hablaba a sí mismo. Se decía que nunca más acusaría a nadie porque acusar es acusarse a uno mismo. Se repetía que era una barbaridad buscar en la acusación la solución a sus olvidos y a sus despistes.
Darío, aquella noche, se acostó. Se sentía muy diferente. No era el mismo de todos los días. En aquellos momentos, sintió que una rama sin vida se partía del tronco de su vida. Darío lo entendió. Lo comprendió. La cortó. Y, sin rama, dejó de verla en los árboles de las personas que se cruzaban en su vida.
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