sábado, agosto 27

PRÁCTICA, ENSEÑANZA, APRENDIZAJE

Felipe se había quedado un tanto preocupado. Su amiga le acababa de decir que tenía problemas de relación con los chicos en general. Él no entendía el motivo. Su amiga iba exponiendo la reacción adversa que tenía cuando se interesaban por ella. Dudaba de sus buenas intenciones. Dudaba de sus afectos naturales. Analizaba que eran construcciones mentales que ellos hacían.

Después estas ideas construidas en la nada de sus mentes no se correspondían con la realidad, es decir, con la verdad. Mostraba una mente dividida. Una parte la prevenía contra males imaginados y otra le decía que debía ser comprensiva. 

Felipe no acababa de digerir tal situación. Se repetía que éramos seres de amor, seres de relación, seres que necesitaban esa hermosa conversación. Sin embargo, ante las relaciones parecía que nos encerráramos en una coraza y decidiéramos que nuestros afectos más nobles quedaran enterrados. 

Siempre nos repetían y lo aprendimos muy temprano. Para saber sumar había que hacer sumas. Es decir, había que practicar. Haciendo sumas aprendemos a sumar. La práctica nos convertía en maestros y en artífices de elementos maravillosos. 

Felipe deducía que para desarrollar una habilidad había que desarrollarla, es decir, practicarla. Para amar, como su amiga le indicaba, se debía practicar el hábito y el ejercicio de amar. La amistad es el primer paso. Si no se aprendía a amar en el nivel de amistad, el amor no podía subir otros peldaños. 

Parecía que estábamos acostumbrados al desarrollo de la mente, a vivir en la mente. A Felipe siempre le chocaba que los teólogos, que se preocupaban por Dios, desde la mente, no fueran las personas que hablaran con Dios cada día. Por mucho pensar no se descubría el amor. Por mucho pensar tampoco se encontraba a Dios. 

Felipe descubría que a su amiga le pasaba algo parecido. Vivía en su mente. Construía sus ilusiones en su mente. Pero no aplicaba la regla fundamental de la suma. Para aprender a sumar, había que hacer sumas. Había que practicar. 

Felipe leía con interés los siguientes pensamientos: “Cuando le enseñas a alguien que la verdad es verdad, lo aprendes con él”. 

“Y así aprendes que lo que parecía ser lo más difícil de entender es lo más fácil”. 

“Aprende a ser un alumno feliz, pues jamás aprenderás cómo hacer que lo que no es nada sea todo”. 

“Pero date cuenta de que esa ha sido tu meta, y reconoce cuán descabellada ha sido”. 

“No te conformes con lo que no es nada, pues has creído que lo que no es nada podía hacerte feliz”. 

“Mas eso no es verdad”. 

Felipe lo veía más claro todavía. Le resultaba significativo la idea de compartirlo con los demás: “Cuando le enseñas a alguien que la verdad es verdad, lo aprendes con él”. Así que aprendíamos compartiendo. Aprendíamos enseñando. 

Al compartir nos afirmamos, al compartir nos reconocemos como sintiendo en nuestros propios nervios y células aquellos conocimientos, aquellas ideas, aquellos pensamientos. Parecía, concluía Felipe, que éramos maestros dobles. Se lo explicamos a los demás y nos lo explicamos a nosotros mismos. 

Así que toda idea que llega a nosotros y se queda en la mente, es estéril. No produce fruto. Se torna rama fructífera cuando la enseñamos a los demás. Esta es la práctica de la vida. Sin práctica no hay aprendizaje. Entonces se daba la siguiente afirmación: “Y así aprendes que lo que parecía ser lo más difícil de entender es lo más fácil”. 

Toda una buena idea para compartir con su amiga, en esas disquisiciones internas carentes de realidad, de práctica y de amistad. Felipe estaba contento de reflexionar sobre los caminos de aprendizaje de la vida. “Cuando le enseñas a alguien que la verdad es verdad, lo aprendes con él”.

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